La fiesta comenzó el martes 15 y duró hasta el jueves 17. Pero mientras la mayoría de los musulmanes festejaban, la desesperación era palpable entre las refugiadas sirias que habitan el campamento de Ein al Helwih, en la localidad costera libanesa de Sidón.
Allí funciona un centro comunitario, dirigido por el Consejo Danés para los Refugiados, en el que estas mujeres reciben apoyo psicológico. «No quiero salir de casa», decía entre sollozos Fatima, de 32 años de edad y madre de cuatro hijos, que huyó de la ciudad siria de Aleppo después de que varios de sus familiares murieran en la guerra civil, que también destruyó el negocio de su esposo hace un año.
Fatima ahora está alojada con otras familias en una escuela del campamento, el mayor de Líbano, creado hace más de 60 años para albergar originalmente a palestinos.
Pero la familia de Fatima tampoco halló tranquilidad en este lugar, escenario en junio de un enfrentamiento entre el ejército libanés y los partidarios de un clérigo sunita agitador. Viven en un ambiente hostil y congestionado, y deben atravesar numerosos puestos de vigilancia para trasladarse de un sitio a otro.
«Me apenan los palestinos, porque viven en malas condiciones, y yo sé que su situación es peor», indica. Fatima acaba de vender dos mantas por 15 dólares, una decisión que lamenta porque se acerca el invierno. Pero no ha tenido otra opción, ya que está desesperada por la falta de dinero.
«Mis hijos no tienen zapatos, y no puedo comprárselos», señala. «Sus maestros dicen que deben ir con zapatos decentes. Mi hijo está psicológicamente destrozado. Se sienta solo en la escuela mientras los otros niños juegan juntos. No era así antes».
Fatima no celebró Eid. «Antes teníamos la costumbre de regalarnos muchas cosas. Por eso ahora no pienso en salir» a festejar, dice entre suspiros de resignación. «Ser desplazados de nuestro país nos ha envejecido».
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha señalado que hay casi 790.000 sirios en estas condiciones en Líbano. Pero Beirut asegura que el número real supera el millón, lo que representaría casi una cuarta parte de la población libanesa.
Las mujeres, como las que asisten al centro comunitario, son las más vulnerables. La trabajadora social Almaza Elchami intenta darles algo de consuelo cuando las visita.
«Hace unas pocas semanas comenzó a llover y las mujeres estallaron en llanto», cuenta Elchami. «Cayeron en la cuenta de que el invierno se está acercando, con el frío y las lluvias. Sus hijos no tienen qué ponerse. En general, sus casas no tienen puertas ni ventanas. La lluvia fue un recordatorio de lo que deberán afrontar».
Para mujeres como Asma, madre adolescente que huyó de los bombardeos en Damasco, vivir en un campamento para refugiados supone una gran presión emocional. Su esposo no puede encontrar trabajo, y ella debe cuidar a su hijo de un año.
Cuarenta familias deben compartir dos retretes y dos duchas. Los hombres imponen estrictas reglas de privacidad en medio de este ambiente caótico. «Tenemos muchas peleas por esta situación», dice Asma. «Los hombres quieren controlar a cada lugar que vamos».
Hillary Margolis, experta en derechos de las mujeres en la organización internacional Human Rights Watch, señala que estas condiciones incrementan las probabilidades de que las refugiadas sufran violencia.
«Hay un verdadero sentimiento de frustración y tristeza porque han perdido sus vidas y sus casas. No hay muchas oportunidades de empleo o de educación, así que no tienen mucho que hacer. Todo esto contribuye a que haya más violencia», dice.
La pobreza obliga a algunas refugiadas a mendigar. Otras ofrecen sexo a cambio de artículos o servicios. Todo esto hace que se extienda en Líbano el estereotipo que vincula a las mujeres sirias con la prostitución.
Margolis explica que casi todas las mujeres con las que habla tienen miedo a salir de sus casas y a ser acosadas «por sus empleadores, por los dueños de sus tierras o públicamente en las calles». Elchami coincide con ella. «Están sufriendo mucho acoso», señala.
La semana pasada, las mujeres del campamento se reunieron en el centro comunitario para discutir cómo celebrar Eid, pero no encontraron muchas alternativas. «Mis hijos no van a la escuela este Eid, pero nosotros no tenemos a dónde ir», lamenta Fatima. «Estos son momentos para estar en casa con la familia. Así que, para mí, esta festividad representa una herida abierta, que duele una y otra vez».