«Occidente» es un concepto que prosperó durante la Guerra Fría (1947–1991). El Este personificaba el mal contra el que todos los países democráticos -léase Occidente- estaban llamados a combatir.
Recuerdo mi discusión en 1982 con Elliot Abrams, subsecretario de Estado durante la administración estadounidense de Ronald Reagan. Abrams decía que en ese momento de la historia, su país encarnaba el auténtico Occidente, mientras Europa era un aliado titubeante que, llegado el caso, no estaría dispuesto a participar en una guerra contra la ya extinta Unión Soviética.
Cuando traté de explicarle que la denominación Oriente-Occidente se remonta a la época romana, mucho antes de que existiera Estados Unidos, me interrumpió para afirmar que el concepto contemporáneo de Occidente abarcaba a los que estaban en contra del imperio soviético, y los Estados Unidos era el único poder capaz de liderarlos.
La presidencia de Reagan (1981-1989) cambió el curso de la historia, al colocarse contra el multilateralismo, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y cualquier acción contraria a los intereses fundamentales de Estados Unidos.
El hecho de que el «destino manifiesto» de Estados Unidos lo convertía en el portavoz de la humanidad y la ocurrencia de que Dios era estadounidense, fueron las bases de la retórica de Reagan. En una declaración delirante, llegó al extremo de afirmar que Estados Unidos era el único país democrático del mundo.
Después del fin de la Guerra Fría, el presidente George W. Bush (2001-2009) retomó la retórica de Reagan. Declaró que él era presidente porque Dios así lo había querido y justificó la necesidad de su intervención en Iraq, pese a la probada falsedad de su denuncia sobre la posesión de armas de destrucción masiva por parte del dictador Saddam Hussein.
De esta manera, Bush tuvo una responsabilidad indirecta en la creación del grupo radical Estado Islámico (EI).
Todo esto comienza en Iraq. El primer gobernador impuesto tras la invasión de Estados Unidos en 2003, fue el teniente general Jay Garner, quien no duró mucho tiempo porque sus ideas acerca de cómo reconstruir Iraq se consideraron demasiado indulgentes. Fue sustituido por el diplomático Paul Bremer.
Bremer tomó dos decisiones fatales: eliminar el ejército iraquí, y expulsar de la administración pública a todos los miembros del Partido Baath, que lideraba Saddam, en el poder desde 1979 hasta la invasión. Así dejó a miles de oficiales y funcionarios sin trabajo y descontentos, y una administración muy ineficiente.
Ahora se sabe que la mente detrás de la creación del EI fue Samir al Abed Khlifawi, coronel de los servicios secretos de la Fuerza Aérea iraquí. Los detalles de cómo Khlifawi planeó la ocupación de una parte de Iraq y de Siria, han sido divulgados por Der Spiegel. El semanario alemán logró acceder a los documentos encontrados después de su muerte, que revelan una organización fanática, pero a la vez fría y calculadora.
Después de la invasión de Iraq, Khlifawi fue capturado por los estadounidenses. En la prisión estableció relaciones con otros oficiales iraquíes, todos ellos suníes, y comenzó a planificar la creación del EI, que ahora cuenta con numerosos exoficiales del ejército iraquí en sus filas. Sin la fatídica decisión de Bremer, Khlifawi probablemente habría continuado en el ejército iraquí.
También hay que recordar que tras la cesación de la Guerra Fría, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) perdió su razón de ser. Hubiese sido lógica su disolución, pero la mantuvo en vida la guerra contra Serbia (1999) y ahora está convertida en el brazo armado de Occidente y ejecutora de sus guerras.
Según el informe «Los costes de las guerras», elaborado por académicos del Instituto de Estudios Internacionales Watson, de la Universidad Brown de Estados Unidos, el terrible coste de la invasión iraquí fue de 2,2 billones de dólares en el período 2003-2013, por no hablar de los 190.000 muertos.
Al añadir Afganistán, se llega a la asombrosa cantidad de cuatro billones de dólares.
Si hubiese reflexionado después de esa experiencia, Europa habría desistido de invadir países árabes y de agravar su difícil balance financiero. Sin embargo, Europa continúa empeñada en lograr la desestabilización del régimen de Bashar al Assad en Siria, lo que ha provocado la expansión de la militancia yihadista, 220.000 muertos y cinco millones de refugiados.
En el caso de Libia, Europa intervino por la insistencia del presidente francés, François Hollande, y del primer ministro británico, David Cameron, ambos movidos por razones electorales, con el objetivo de eliminar a Muammar Gadafi, y después abandonar el país a su suerte.
Por alguna razón, Europa siempre camina detrás de Estados Unidos, sin hacer un mayor análisis de los problemas. El caso de Ucrania es el último de estos episodios de sonambulismo.
Ucrania fue invitada a unirse a la Unión Europea (UE) y a la OTAN, provocando al paranoico presidente de Rusia, Vladimir Putin, que cuenta con el apoyo casi unánime de su pueblo, para que actúe firmemente y resista al cerco que Occidente está tendiendo en torno a las fronteras de la ex república soviética.
Un gran problema es que la mayor parte de los europeos desconoce el mundo árabe.
Hace unos días, la policía italiana desmanteló una célula yihadista en la ciudad de Bérgamo. Uno de los arrestados era un imán. Sin embargo, ninguno de los medios de información que habían denunciado una amenaza islámica que incluía la planificación de ataques contra el Vaticano, se tomó el trabajo de indagar a que versión del Islam pertenecía el religioso.
El imán predicaba de acuerdo con la versión más fundamentalista del Islam, el wahabismo, originado en el siglo XVIII, que es el credo oficial en Arabia Saudita
Esa visión religiosa es semejante a la adoptada por el EI, aunque eso no significa igualar terrorismo y wahabismo. Se puede decir que, aunque todos los terroristas sean wahabíes, no todos los wahabíes son terroristas.
Arabia Saudita ya ha gastado 87.000 millones de dólares en la promoción del wahabismo fuera del reino, financiando la fundación de 1.500 mezquitas, todas con predicadores wahabíes. Junto con otros países del Golfo, continúa destinando alrededor de 3.000 millones de dólares anuales para financiar grupos yihadistas en Siria. Esto ha convertido a Al Assad en un aliado táctico obligado para Occidente, que ha terminado por aceptar su premisa: mejor nosotros que el caos.
Ahora el debate es qué hacer en Libia y la OTAN está considerando varias opciones militares. Por suerte, en esta ocasión el presidente estadounidense, Barack Obama, no quiere intervenir militarmente.
Sin embargo, los 28 países de la UE, que raras veces se ponen de acuerdo, debaten en función de sus propios intereses nacionales, por lo que no se puede descartar una intervención militar.
Mientras tanto, diariamente miles de refugiados buscan cruzar el mar Mediterráneo para alcanzar Europa. Se estima que ya han muerto más de 20.000 personas en el intento. La dramática situación termina por fortalecer el apoyo popular a los partidos xenófobos europeos, cuya estrategia se basa en la explotación del miedo y el rechazo a los inmigrantes.
En realidad, para seguir siendo competitiva, Europa necesita el ingreso de 20 millones de personas, según proyecciones de la ONU. Lamentablemente, esto es por ahora políticamente imposible.