Medios de Estados Unidos y algunos de sus aliados acusan al presidente de Siria, Bashar al Assad, de haber usado gas venenoso para matar o mutilar a miles de sus compatriotas. Sobre esta asunción se ha creado consenso entre analistas, dentro y fuera del gobierno, y es posible que tengan razón. Inspectores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) pueden descubrir las causas y a los culpables de esas muertes y heridas. Esperemos que así sea, antes de que Estados Unidos u otros países inicien algún tipo de acción militar directa que implique «cruzar el Rubicón».
Tal vez la inteligencia estadounidense conozca los hechos. De nuevo, esperemos que así sea. Y esperemos no descubrir después que esa información de inteligencia fue tergiversada, como lo fue antes de la fatal invasión a Iraq en 2003, cuyas consecuencias todavía perjudican los intereses estadounidenses en Medio Oriente y erosionan la estabilidad de la región.
Además, una vez que Estados Unidos se involucre directamente en el combate, no podrá echarse atrás, está el problema de creer que Al Assad es tan tonto como para usar gas venenoso, a menos que el comando y control sirio sea tan débil que algún oficial militar haya ordenado su uso sin permiso de su presidente. Si se invoca el concepto de «cui bono» («¿a quién beneficia?»), los que tienen más para ganar si Estados Unidos actúa para derrocar al gobierno Al Assad son los rebeldes sirios o sus partidarios, incluida la red extremista Al Qaeda y sus afiliados. Tal acción ampliaría la probabilidad de más muertes o incluso de un genocidio de los alawitas de Siria.
Pero referirse a la posibilidad de que nos estén engañando a todos sobre quién usó gas venenoso, una táctica que se conoce como operación de bandera falsa, no significa que sea verdad. Eso redobla la necesidad de que Estados Unidos esté seguro de quién usó el gas antes de actuar militarmente. Obama también entendió esto muy bien.
Entonces, ¿qué ocurrirá si nos involucramos directamente en el combate? Siempre hay que formularse esta pregunta antes de actuar. A veces, como ocurrió con Pearl Harbour, con la declaración de guerra de Adolf Hitler a Estados Unidos o con la expulsión de Iraq de territorio kuwaití en 1991, contraatacar con dureza durante el tiempo que sea necesario es lo correcto.
Una situación menos clara fue la de Vietnam. También trajeron consecuencias negativas entrenar y armar a Osama bin Laden y a sus seguidores para castigar a la Unión Soviética en Afganistán, e invadir Iraq en 2003, uno de los errores más garrafales de la política exterior de Estados Unidos.
Desde hace tiempo está claro que el conflicto en Siria no tiene que ver solo con ese país. También se relaciona con el equilibrio entre las aspiraciones de sunitas y chiitas en el centro de Medio Oriente. Irán, un estado chiita, empezó a hacer rodar la pelota con su Revolución Islámica en 1979. Varios gobiernos estadounidenses contuvieron el virus del sectarismo, pero invadir Iraq y derrocar al régimen de su minoría sunita volvió a hacer correr el balón.
Ahora, Arabia Saudita, Qatar y Turquía se inclinan por derrocar al régimen de la minoría alawita (una rama mística del chiismo) en Siria. Aunque lo logren, la guerra intestina de la región no se detendrá allí. Mientras, hay una lucha geopolítica por el predominio en la región, que involucra principalmente a Irán, Arabia Saudita, Turquía e Israel.
Irán tiene a Iraq, dominado por los chiitas, a la Siria de Al Assad y al movimiento chiita libanés Hezbolá como acólitos. Arabia Saudita, a su vez, a los otros estados del Golfo, mientras que Turquía extiende sus ambiciones regionales hacia Asia central. Y como Israel concluyó que su socia estratégica siria, la familia Al Assad, está condenada, prueba suerte con los estados sunitas. Sin embargo, quiere un cambio antes de que Siria esté completamente dominada por los fundamentalistas.
Desde la perspectiva de Estados Unidos, la situación regional es un caos, y una intervención militar directa en Siria puede ser el punto de quiebre para empeorarla aún más. Es demasiado tarde para que Obama retire su mal considerada declaración sobre el uso de gas venenoso como la «línea roja» en Siria cuando no estaba preparado para seguir adelante y derrocar a Al Assad.
También es demasiado tarde para que reconsidere su petición de que Al Assad se vaya, lo que avivó aún más los temores de los alawitas en cuanto a la posibilidad de ser masacrados. Es tarde para que les diga a los árabes del Golfo que dejen de fomentar el fundamentalismo islamista de la peor clase por toda la región, desde Egipto hasta Pakistán y Afganistán, donde una consecuencia de esto ha sido la muerte de soldados estadounidenses.
También es tarde, pero esperemos que no demasiado, para que Estados Unidos lidere un esfuerzo intenso en el frente político-diplomático para fijar los términos de una Siria posterior a Al Assad que sea razonablemente viable en vez de deslizarse hacia la guerra y desatar incertidumbres potencialmente terribles.
Permítasenos recordar lo que ocurrió en Afganistán después de que nos quedamos allí tras derrocar al movimiento Talibán, y en Iraq luego de 2003. Ninguno de los dos países está mejor, y las operaciones entrañaron la pérdida de miles de vidas estadounidenses y de billones de dólares del Tesoro de este país.
Y también es tarde, pero esperemos que no demasiado, para que el gobierno de Obama se comprometa con un pensamiento estratégico sobre Medio Oriente, para ver a la región que va desde el norte de África hasta el sur de Asia como una sola, y para orquestar una política general con vistas a los intereses cruciales de Estados Unidos en toda el área.
Obama debería prestar oídos a esta señal de alarma, resistir los reclamos de actuar militarmente y apostar por una diplomacia vigorosa e implacable para ayudar a establecer una Siria viable post Al Assad y para reafirmar el liderazgo de Estados Unidos en toda la región.
Robert E. Hunter, exembajador de Estados Unidos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, fue director de Asuntos de Medio Oriente en el Consejo de Seguridad Nacional durante el gobierno de Jimmy Carter, y entre 2011 y 2012 fue director de estudios de seguridad transatlántica en la National Defense University.