Por Carlos Franganillo (Oslo)
Varios edificios del corazón político y económico de Oslo siguen cubiertos por toldos, tablones y andamios. Ha pasado un año de los atentados de Anders Breivik pero en esa parte de la ciudad es fácil imaginar cómo se produjo el ataque.
Una furgoneta con casi una tonelada de explosivos estallaba, matando a 8 personas. Era la primera parada del asesino. Mientras la policía acordonaba la zona y los servicios de emergencia atendían a los heridos, Anders Breivik viajaba en coche hasta Tyrifjorden, un lago a 40 kilómetros de la capital. Disfrazado de policía llegaba a la isla de Utoya donde la sección juvenil del Partido Laborista se reunía en su campamento de verano y disparaba indiscriminadamente durante más de una hora, hasta rendirse ante los comandos especiales de la policía. En total, 77 personas perdieron la vida y millones de noruegos asistieron conmocionados a la crónica de una pesadilla que sacudió su modo de vida.
Desde entonces los habitantes de uno de los países más prósperos y seguros del mundo se han visto expuestos a la continua presencia en los medios de los pormenores de la masacre y de los detalles de un juicio cuya sentencia puede hacerse pública el 24 de agosto. Algunos noruegos dicen que el país ha cambiado pero creen que aún es pronto para saber de qué manera. Su modo de vida y su alto grado de civilización se enfrentan a un monstruo frío y calculador que carece de cualquier rasgo de humanidad. Un enfermo mental, dicen algunas voces, capaz de las mayores atrocidades. Pero las acciones de Breivik son repulsivamente humanas. No se diferencian de los crímenes más abyectos cometidos en tiempo de guerra. En sus asesinatos están la semilla del genocidio y de la tortura, una constante histórica capaz de desconcertar a la sociedad cuando brota en tiempo de paz.
En julio de 2011 la respuesta de los noruegos fue más democracia y más tolerancia, una defensa de sus valores que un año después se mantiene vigorosa. «El atacante ha fallado, el pueblo ha vencido», ha dicho el primer ministro Jens Stoltenberg durante los actos de homenaje. Quizá Noruega no vuelva a ser la misma que antes del 22 de julio de 2011, pero al menos sus señas de identidad siguen gozando de buena salud.