El jurado que concede el Nobel de la Paz ha destacado los logros de la Unión Europea en el establecimiento de la democracia y los derechos humanos en el viejo continente. Un criterio impecable si se observa con perspectiva histórica y a grandes rasgos, pero seguramente retórico y excesivamente general si se analizan circunstancias puntuales actuales.
Para empezar, habría que decir que la democracia no solo es depositar un voto cada cuatro años, es también que los poderes elegidos sepan gestionar el bienestar de los ciudadanos y ahí la UE ha demostrado en cuatro años de crisis económica y financiera un estrepitoso fracaso. Desde una obstinada imposición de medidas de austeridad, que devienen repetidamente en más pobreza sin atisbo de resultados positivos, a una dejación del poder ya no en manos de los Estados sino, simplemente, en el de los poderosos, léase Alemania, en lo político, y los mercados, en lo económico.
No es ingenuo el argumento por más que la UE desde su creación se haya movido siempre por intereses del gran capital. Si alguna vez hubo realmente un modelo social europeo, y lo hubo, estamos «disfrutando» los residuos y la responsabilidad de quienes se han demostrado incapaces de hacer eso que tanto les gusta anunciar de «una Europa de los ciudadanos».
Con 25 millones de parados y unas instituciones ninguneadas por Angela Merkel y los mercados financieros, la UE ha dejado de ser el elemento protector para millones de europeos que ya no sienten la confianza que Europa daba para garantizar un determinado nivel de vida y ni siquiera la paz que ahora se premia.
La UE nació después de la guerra para establecer la paz creando vínculos económicos. Era un mercado único que debía transformarse en una unión política. Pasados cincuenta y cinco años de su creación, la idea de la unión política vuelve a aparecer como tabla de salvación para resolver su mayor crisis, que es, sobre todo, una crisis de intereses. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, apuesta por una Europa-nación, cuando más que nunca la UE son 27 naciones sin rumbo común.
Pero no solo la economía de cada bolsillo europeo dicta el sentimiento personal hacia la UE, también crece el resentimiento hacia una Europa donde el respeto por las minorías y los derechos fundamentales, puntualmente, deja escaparates para la reflexión. Cuando se expulsa a los gitanos rumanos de Francia o se abusa con cargas policiales contra manifestantes españoles o griegos, la máxima de esos valores europeos que se argumentan como principio inexcusable se vuelve muy gris.
La Comisión Europea acaba de frenar las aspiraciones de Turquía para llegar a ser miembro de pleno derecho del club de los 27 por su falta de respeto por la libertad de expresión y otros derechos fundamentales. A la vez, exhibía los progresos reformistas en los países de los Balcanes como muestra del poder transformador que tiene la UE en lugares con poco recorrido democrático. Es un hecho cierto que hay que reconocer, pero también lo es que lo que se exige puertas afuera, no siempre se aplica dentro.
Barroso ha dicho al conocer el premio que es el mensaje de que «la UE es algo muy valioso que debemos conservar». Claro que lo es. Para conseguirlo, hay que limpiar la casa y asumir que paz no es solo la ausencia de guerra.