La Sala de Exposiciones del Canal de Isabel II en Madrid recoge una muestra de todas las etapas del fotógrafo de origen húngaro que retrató la España de la posguerra Hay en las fotografías de Nicolas Muller (1913-2000) una mezcla de melancolía, de denuncia y de compromiso con la realidad agresiva de sus imágenes. Un sentimiento con el que el espectador se siente solidario gracias a la empatía que el fotógrafo consigue establecer con los protagonistas de sus instantáneas.
Son hombres, mujeres y niños castigados por la explotación, la pobreza, el trabajo en condiciones miserables, la vida en los arrabales de la ciudad o en los paisajes agrestes de una naturaleza hostil.
Hungría como territorio iniciático
El humanismo que Muller transforma en arte y testimonio, está presente ya en sus primeras obras, sus fotografías de campesinos y trabajadores húngaros, explotados por un sistema feudal vigente en su país en las primeras décadas del siglo XX. Desde que a los 13 años le regalaron una máquina de fotos, Nicolás Muller recorrió su país para dejar testimonio de los millones de húngaros que vivían en condiciones miserables como siervos de la gleba, de un sistema monopolizado por la aristocracia terrateniente y por la Iglesia.
En la Universidad, donde estudió abogacía, se integró en un grupo que tenía sus mismas inquietudes, al que terminaron llamando Los Descubridores de Aldeas. Con ellos editó una serie de libros bajo el título de «Descubrimiento de Hungría», ilustrados con sus fotografías. Sus autores fueron perseguidos y encarcelados por denunciar la situación de explotación feudal a la que estaban sometidos los campesinos. Muller consiguió huir del país, en un momento, además, en el que el nacionalismo antisemita amenazaba su vida.
En 1938 llega a un París en el que se habían refugiado perseguidos de todos los totalitarismos, entre ellos compatriotas suyos, fotógrafos como Robert Capa, Brassaï y Kertész, con quienes traba amistad. Aquí trabaja para varias revistas como «Regards» y «France Magazine». Esta última le encarga una serie de reportajes en Portugal.
En Oporto fotografía a los trabajadores portuarios que trabajaban en condiciones miserables ante la inquietante presencia del puente de Eiffel, un trabajo paralelo al que había desarrollado en el puerto de Marsella meses antes. Tampoco aquí gustaron sus fotografías y fue detenido por la policía de la dictadura de Salazar. Fue liberado después de fuertes presiones del club Rothario, que actuó a instancias de su padre, un abogado masón y liberal.
En París las cosas no iban bien para los judíos tras la ocupación nazi, y Nicolás Muller decide trasladarse a Tánger, una ciudad cosmopolita en la que se podía respirar una aparente libertad a pesar de la presencia de espías de todas las potencias en guerra, y en la que se había establecido una poderosa comunidad judía.
Allí conoce a Fernando Vela, secretario de Ortega y Gasset en la «Revista de Occidente», con quien establece una fuerte relación de amistad que va a cambiar su vida. Le facilita colaboraciones en el diario «España» y en las revistas «África» y «Mundo» y consigue que la Alta Comisaría de España en Marruecos le encargue reportajes sobre las ciudades de Tetuán, Larache, Tánger y Melilla.
Vela organiza su primera exposición en Madrid, ciudad en la que conoce a su esposa Angelina y a la que se trasladará a vivir en 1948. Después lo invitaría a su casa asturiana de Llanes, cuyo paisaje lo cautiva. Años después Muller fijaría su residencia en Andrín, un paraíso natural donde construye una casa de campo y donde viviría hasta su muerte en 2000 («La vida de cada uno consiste en un montón de errores y algún acierto, y mi único acierto ha sido edificar esta casa en Andrín», diría a José Girón en su obra «La luz domesticada»).
En África Nicolás Muller descubrió la intensa luz y el exotismo que iban a dar a sus fotografías una nueva dimensión, añadida a las influencias de Moholy-Nagy, el constructivismo y la Bauhaus. Su obra africana, de la que en esta exposición se puede ver una amplia representación, está recogida en libros como «Tánger por el Jalifa» y «Estampas marroquíes». También en el catálogo, que La Fábrica ha editado en su colección Obras Maestras.
España como meta
En España, introducido por Vela en los círculos de la «Revista de Occidente» y en las tertulias del Café Gijón, conoce a la práctica totalidad de escritores, poetas, intelectuales y artistas que viven en el Madrid de esos años, con quienes se relaciona y a los que retrata con asiduidad: Barjola, Canogar, Palazuelo, Guinovart, Tapies, Úrculo, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Celaya, Bousoño, José Hierro, Rosales, Vivanco, Ridruejo, Cela, Baroja, Aldecoa, Carmen Laforet.... Colabora con los diarios «Informaciones», «Arriba» y «ABC» y con la revista «Semana».
Hace también fotos para «National Geographic» y sobre todo para «Mundo Hispánico». En 1947, durante un viaje a Asturias, asiste a una corrida de toros en Santander, donde toma las últimas fotografías de Manolete.
En los años sesenta recorre España para elaborar unas guías que dedica a cada una de las regiones del país, un testimonio que quedará para la posteridad como uno de los documentos más auténticos de la España de la posguerra: «España clara», «Cataluña», «Andalucía», «Baleares», «Canarias», «País Vasco»... reúnen en sus páginas uno de los testimonios más auténticos de la España del franquismo, con sus oropeles y sus miserias, a cuyas imágenes acompañan textos de Azorín, de Ridruejo, de Pío Baroja, de Fernando Quiñones... que componen un fresco impagable de un país y de sus gentes durante la posguerra y el desarrollismo de los años sesenta.