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Puede sonar a tópico, pero de un político del sur de Europa se suele esperar que contribuya a desplazar el foco de interés de la UE hacia el sur y, en política exterior, eso quiere decir reforzar la política mediterránea. No va a ser la única prioridad de la nueva Alta Representante de la Política Exterior Europea, Federica Mogherini. La crisis con Ucrania y la tensión con Rusia así como las relaciones transatlánticas, marcadas los próximos años por la negociación del TTIP, van a consumir una parte importante de su tiempo. Pero el escenario de crisis múltiples que atraviesan los países del norte de África y de Oriente Medio, y su proximidad con el continente europeo, debería situar esta región como otra de las principales prioridades de política exterior de la UE.
Además, por la naturaleza de las relaciones ya existentes con los países de la región, este es un ámbito donde Mogherini puede demostrar su voluntad de llenar de significado su otra función, la de vicepresidenta de la Comisión Europea. Lo puede hacer coordinando de forma sistemática a los comisarios de comercio, vecindad, cooperación internacional, ayuda humanitaria y trabajando estrechamente con comisarios encargados de áreas como energía e inmigración. Esto debería traducirse tanto en respuestas rápidas a las distintas crisis que puedan sucederse durante su mandato como en el diseño de estrategias y políticas de larga duración. Antes de que termine el año 2014, Mogherini tiene tres oportunidades para hacer que el Mediterráneo vuelva a ser el escenario de una política exterior europea más ambiciosa y estratégica.
La primera será demostrando la voluntad europea de contribuir a la consolidación de la transición tunecina. Un proceso que se ha convertido en la última esperanza, con Túnez como una excepción de normalidad, inclusión y alternancia en relación al resto de países que protagonizaron la llamada «Primavera Árabe». Tras haber aprobado una Constitución de consenso y haber llevado a cabo con normalidad las elecciones legislativas del 26 de octubre, a las que seguirán las presidenciales del 23 de noviembre, Túnez necesitará el espaldarazo europeo para hacer frente a una situación económica preocupante y a un problema de inseguridad cada vez mayor. Como insiste Francis Ghilès, eso pasa por hacer coincidir discursos y recursos. De la misma manera que el éxito de la transición tunecina debería ser un objetivo estratégico para la UE, otros actores (desde regímenes autoritarios a grupos terroristas) pueden estar interesados en todo lo contrario. Mogherini no debe perder la oportunidad de estar al lado de las autoridades tunecinas en este momento decisivo y trabajar con el resto de comisarios y con los estados miembros para responder eficazmente a las necesidades del país. Tanto los tunecinos como el resto de actores de la región deberían poder constatar que apostar por la inclusión y el diálogo da resultados.
La segunda pasará por federar voluntades con el objetivo de evitar el colapso total de Libia. El clima de violencia, la implosión política e institucional y las condiciones económicas se han deteriorado de forma preocupante en los últimos meses. Aunque la responsabilidad de todo ello (y también de su reconducción) está, sobre todo, en manos de los propios libios, las acciones de los países vecinos y del resto de actores internacionales con influencia e intereses en este país pueden decantar la balanza, proporcionando incentivos bien para el acuerdo o bien para la confrontación. Como advierten Frederic Wehrey i Wolfang Lacher, muchos actores pueden tener la tentación (o la intención) de apostar por uno de los bandos. Antes de final de año debería celebrarse en Madrid la segunda reunión de los países vecinos de Libia. La UE no puede aspirar a que sean estos países quienes resuelvan el conflicto libio pero sí que debe escuchar sus legítimas preocupaciones, recordar que la UE también es un vecino de Libia y presionarles para que no empeoren las cosas. A corto plazo el objetivo no puede ser encarrilar una transición democrática y el cese de las hostilidades, sino evitar la escalada del conflicto, contener los riesgos de seguridad e iniciar un proceso de diálogo entre los principales actores libios para revertir la tendencia actual. Para conseguirlo, Mogherini necesitará un apoyo total de los principales países europeos, encontrar aliados entre los actores regionales y emplazar cualquier acuerdo en el marco de Naciones Unidas.
La tercera consistirá en liderar una reforma ambiciosa de la Política Europea de Vecindad (PEV). La adaptación de esta política que se hizo en 2011 no ha colmado las expectativas y cada vez hay más voces que sugieren una revisión más ambiciosa. De la anterior se criticó que fue un ejercicio burocrático, falto de dirección política, en que se encargó a los técnicos introducir mejoras sobre una base ya existente. Ante la acumulación de crisis tanto en el Este de Europa y en el Mediterráneo, reverberan llamadas como las de Stefan Lehne desde Carnegie Europe a resetear esta política o de Michael Leigh desde German Marshall Fund, conminando a la nueva Alta Representante a que esta revisión sea su principal prioridad. Algunos estados miembros ya han empezado a mover ficha. El 24 de octubre, los ministros de tres de los principales estados miembros (Polonia, Francia y Alemania) discutieron cómo debería reformarse esta política. El interés de las capitales europeas es una buena noticia pero Mogherini y el flamante comisario de vecindad, Johannes Hann, deberían afirmar en las próximas semanas su voluntad de tomar las riendas de este proceso.
Puede sorprender que en esta lista no se incluya el conflicto en Siria, las negociaciones entre árabes e israelíes, la reconciliación entre facciones palestinas, la transición política en Egipto, la tan deseada (y nunca conseguida) integración regional del Magreb, la Unión por el Mediterráneo, la inmigración irregular y el drama de los refugiados, y otros tantos temas. La razón no es que no sean importantes. Lo son y mucho. Sino que es más difícil que en los próximos meses Mogherini, o cualquier otra persona que hubiera sido escogida para asumir su puesto, tenga la oportunidad de conseguir avances significativos en estos ámbitos. En algunos casos es por motivos de calendario, en otros es por la capacidad limitada, no de la Alta Representante, sino de la propia UE.
Caso aparte es el acuerdo nuclear con Irán, que no forma parte de la política europea hacia el Mediterráneo pero que puede tener un fuerte impacto en la región. Es una de las grandes apuestas de la diplomacia europea y se ha decidido que sea Catherine Ashton quien siga al frente de las negociaciones hasta el 24 de noviembre. La firma de un buen acuerdo sería para Ashton un buen final de mandato en tiempo de descuento y un excelente debut para Mogherini. Pero, una vez más, no está en las manos de la política italiana. Probablemente no lo está ni en las de Ashton. Dicho esto, tanto un éxito de las negociaciones con Irán como un progreso de Mogherini en todos o alguno de los otros tres frentes (Túnez, Libia y reforma de la PEV) favorecería que la nueva Alto Representante quedase empoderada para incidir en los otros ámbitos (conflicto árabe-israelí, Siria, integración regional, etc.) durante el mandato que tiene por delante.
* Eduard Soler i Lecha, es coordinador de investigación de CIDOB