ao caralho! Filhos de puta!» La madre de Américo, «el portugués», salía para insultarnos. Eran días de dictadura, tiempos de salvajismo, represión, pobreza y barbarie generalizadas. «Verás como habla, qué risa», me dijo la primera vez alguien. Algunos fingían equivocarse con el punterazo hacia la portería imaginaria; pero lanzaban el balón –conscientemente- contra la puerta de una casa donde vivía una familia portuguesa. Luego, la pobre mujer cerraba la puerta, humillada, ante las carcajadas infantiles, crueles: «Vai a puta que te pariu!», añadía. ¿De qué lugar de Portugal venía? En cualquier caso, eran pobres entre pobres.
Aquella señora no hablaba castellano: eso la convertía en víctima propiciatoria, parte de una minoría procedente de la frontera más cercana. De Portugal, claro. La raya (a raia) de Extremadura y Portugal está llena de viejas historias de pobres, significados asesinatos políticos y contrabando, incluso en una zona más alejada de la frontera como Las Villuercas. En aquel tiempo, aprendí que preguntar si había café en el comercio era equivalente a decir: «¿Ha venido el portugués?» El contrabando era asunto de ambos lados de la raya. Y recuerdo que alguien de la familia me dijo que teníamos un antecedente portugués en la familia. Mi abuelo paterno, a quien nunca conocí, tenía como segundo apellido Acosta.
Hace un par de semanas, el hombre mayor de las familias gitanas que viven en mi pueblo de origen, tomó unos vinos conmigo y otros parientes. Siempre nos hemos tratado con amistad y cariño mutuos. Estaba con dos nietos universitarios que son ejemplo de su éxito personal. Me dijo que él decidió –y pudo- romper con su dura vida itinerante porque recibió allí la ayuda de dos o tres lugareños. Me dijo sus nombres. En otras poblaciones, el hostigamiento de las autoridades y del vecindario había sido siempre generalizado. En los argumentos de ese abuelo gitano (no sé si sabe leer), y con quien me honro en compartir escenario tribal, descubro una historia remota; pero también el compromiso con la realidad. Al viajar, yo siempre-siempre escucho música de J.J. Cale. Me acuerdo de él al oír «I am a gipsy man who's travellin' the land / He'll be leavin' in the morn I'ill be leavin' too». De modo que mis primeras aproximaciones a las minorías persisten: gitanos y portugueses. Me he acordado de esas historias de mi infancia a la hora de participar en un debate sobre las minorías en Europa.
Según la idea oficialmente impuesta, en la España de finales de los años 50 del siglo XX, no había ningún tipo de «minoría». De vez en cuando aparecía por nuestra localidad un pequeño circo, con animales. Llamábamos «húngaros» a las gentes de aquel grupo; quizá eran cíngaros (gitanos centroeuropeos). En otra ocasión, el marido de una pariente nuestra, me dijo –yo tendría 6 ó 7 años- que en España se hablaban otros idiomas. Me los enumeró. Para mí fue sorprendente; otro indicio de «minoría», que no aparecía en mis textos escolares. En la Enciclopedia Cíclico-Pedagógica, de José Dalmáu Carles editada en Gerona (Girona) y Madrid no se mencionaba. Tampoco en la Enciclopedia Escolar de 2º Grado de la editorial Edelvives (publicada hacia 1950 y tantos), donde –curioso- sí aparece un ejercicio (muy breve) sugiriendo la «incorrección» del dialecto andaluz (¿cuál de ellos?). Era cercano a mi propio idioma y a mi fonética de entonces, a medio camino entre el castellano manchego, el castúo de Luis Chamizo y el dialecto extremeño-leonés de José María Gabriel y Galán, habitual entonces en una parte de la provincia. No decíamos «ve a casa de tío Pedro el Moro», sino que utilizamos una contracción extraordinaria «ve ancá'l Moro»; en mi zona los verbos terminaban en «l» y herir se decía «jheril» (herir); un autobús era un «saure»; «está ahí» se decía «velequile». Aún era un niño cuando, en el instituto El Brocense, oí hablar a uno de San Martín de Trebejo. Utilizaba el «manhegu/mañegu» de su pueblo («a fala»), esa variante del galaico-portugués que se utiliza en tres pueblos de la provincia de Cáceres. ¿Eramos una minoría nosotros también?
En una versión más moderna de aquellos textos escolares únicos, la Enciclopedia Álvarez (para el Tercer Grado), se esbozaba algo todo aquello: «Los dialectos carecen de tradición literaria, es decir, no poseen obras importantes escritas en ellos. En España, podemos considerar como tales el bable asturiano, el extremeño y el andaluz. El catalán, el gallego y el vasco tienen, en cambio, categoría de idiomas y el valenciano es una variedad del catalán». Es una edición de los años de «apertura» de Manuel Fraga (1966).
Mi propio dialecto de la infancia casi ha desaparecido. Mi casero en Bruselas, el extraordinario caballero flamenco Paul de Bièvre, un antiguo marino y resistente, deploraba la desaparición de los dialectos de Flandes, devorados por la «normalización» lingüística impulsada por el nacionalismo: «Los míos se han vuelto locos con el idioma», me señaló, él que hablaba todas las lenguas. En Flandes y el País Vasco, los clérigos católicos preservaron la lengua tradicional para oponerse al virus de las ideas revolucionarias que traían el francés y que importaba el castellano. Luego, la religión dejó de ser considerada en esos territorios elemento básico de la identidad y pasó a serlo el idioma, a medida que se fueron estructurando las ideas nacionalistas desde el siglo XIX y el romanticismo. La construcción literaria de los idiomas minoritarios, sin embargo, es histórica y muy anterior. El euskera unificado (batua) es del siglo XX, pero ya había palabras en euskera en las Glosas Emilianenses. En 1545, el cura vasco-francés Beñat Exepare (Bernard Detchepare) publicó la primera obra escrita por completo en esa lengua.
La guerra fría pareció congelar la geo-estrategia y las ideologías; también los conflictos étnicos y culturales. (continúa)