Alemania no elige a su presidente en unas elecciones. La atípica normativa alemana para nombrar al jefe del Estado, tras la dimisión de Christian Wulff, investigado por corrupción, coloca a la canciller Angela Merkel en el centro de unas complicadas negociaciones entre las fuerzas políticas para elegir a una persona de consenso, que no entorpezca las líneas políticas del gobierno.
El presidente de Alemania no tiene funciones ejecutivas. Su cargo es meramente representativo y protocolario, pero puede ordenar la disolución del Bundestag y convocar elecciones y opina sobre la constitucionalidad de las leyes aprobadas por el Parlamento. Aunque de perfil bajo, su personalidad tiene una relativa influencia en la opinión pública y sus opiniones cuentan en los asuntos sociales polémicos.
A diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las repúblicas europeas, en Alemania el presidente no se elige por sufragio, sino por una Asamblea Federal constituida al efecto e integrada por los diputados del Bundestag y un número igual de representantes de los dieciséis Estados federados alemanes, es decir, un laberinto de tendencias políticas e intereses regionales, en los que no debería haber imposiciones de la mayoría, sino trabajo de consenso.
Ha sido un verdadero fastidio para Merkel que la fiscalía de Hannover decidiera pedir que se levantara la inmunidad al presidente Wulff para llevar a cabo una investigación por presunto cohecho y tráfico de influencias. Un asunto interno en plena crisis europea, con el rescate griego pendiente de resolver, que la canciller tiene que solucionar en medio de un labertinto de intereses.
Merkel no solo tendrá que volver a demostrar sus acreditadas virtudes de mediadora, también no volver a equivocarse, porque la elección de Wulff fue una decisión suya. Tampoco puede arriesgarse a una derrota en la Asamblea que ponga en cuestión su autoridad. De momento, tiene por delante una petición de la oposición de socialdemócratas y verdes para que el nuevo presidente no salga del gobierno de Merkel ni sea un político en activo, sino un presidente «que esté por encima de intereses partidistas». Además, tiene que contar con el visto bueno de los liberales, socios de gobierno pero siempre atentos a barrer para casa cuando su apoyo es decisivo.
Las negociaciones han arrancado a toda prisa porque el asunto tiene que estar resuelto por ley antes del 18 de marzo y el baile de nombres ha empezado. Según algunas fuentes, el primer intento habría fracasado, al rechazar su candidatura el presidente del Tribunal Constitucional, Andreas Vosskuhle. Suenan ahora los nombres del presidente del Parlamento alemán, el democristiano, Norbert Lammert, y del obispo protestante y antiguo máximo representante de la Iglesia Evangélica alemana, Wolfgang Huber. Desde las filas de la oposición, se apunta al pastor luterano Joachim Gauck, quien dirigió el desmantelamiento de la Stasi, la policía política de la antigua Alemania Democrática, y al exministro de Medio Ambiente, Klaus Töpfer, conservador, pero bien visto entre los ecologistas.
El elegido será el tercer presidente de la primera potencia europea en dos años, tras las dimisiones de Wulff y antes del expresidente del FMI, Horst Köhler.