Esta cifra representa un descenso respecto de los 868 millones de hambrientos en 2010-2012, y una reducción del 17 por ciento desde la medición de 1990 a 1992. A pesar de lo significativo que pueda ser este progreso, no puede ocultar la cruda realidad: aproximadamente una de cada ocho personas sufre hambre.
La gran mayoría de personas subalimentadas (827 millones) vive en países en desarrollo, mientras que 16 millones viven en países desarrollados. Es inaceptable que en un mundo de abundancia, se le niegue a cientos de millones de personas su derecho más fundamental a no padecer hambre. El único número aceptable es cero.
Una de las duras realidades que subraya el informe es que, a pesar de los progresos globales realizados en la reducción del hambre, persisten marcadas diferencias entre regiones con muchos países que quedan muy atrás. África subsahariana ha hecho modestos avances en los últimos años pero sigue siendo la región con mayor prevalencia de subalimentación (24,8 por ciento).
En Asia occidental no se aprecia ninguna mejora notable, mientras que Asia Meridional y África del Norte han sido testigos de un lento progreso. Asia Oriental, el sudeste de Asia y América Latina, en cambio, han experimentado un mayor alivio del hambre extrema, con reducciones significativas en el número y la proporción de personas que padecen hambre.
La seguridad alimentaria depende de una serie de factores. Si bien la disponibilidad de alimentos es importante, es el crecimiento económico equitativo y el acceso de los pobres al empleo lo que mejora el acceso a alimentos nutritivos.
El informe muestra que el transporte, la comunicación, el agua potable, el saneamiento y la atención sanitaria y prácticas de alimentación adecuadas también son cruciales para reducir el hambre crónica y la desnutrición.
Teniendo en cuenta que el 75 por ciento de las personas más pobres del mundo viven en zonas rurales y que dependen principalmente de la agricultura como medio de vida, fomentar el crecimiento inclusivo significa invertir en agricultura.
Se ha demostrado que esta inversión es capaz de generar dividendos en la reducción de la pobreza. Se estima que el crecimiento en agricultura es cinco veces más eficaz para reducir la pobreza que el crecimiento en cualquier otro sector.
Y que en África subsahariana es 11 veces más eficaz. Dado que los pequeños agricultores producen hasta un 80 por ciento de los alimentos disponibles en esa región y en algunas zonas de Asia, existe también un evidente impacto en la seguridad alimentaria.
El crecimiento económico que llega a grandes partes de la población puede reducir la pobreza, lo que conduce a la mejora de la seguridad alimentaria. En Ghana, el crecimiento económico equitativo contribuyó a sacar a unos cinco millones de personas de la pobreza en tan solo 15 años, y menos del cinco por ciento de la población ha sufrido desnutrición entre 2011-13.
Sin embargo, este crecimiento no siempre es suficiente para asegurar que todos tengan lo que necesitan para vivir una vida sana y productiva. En muchos casos, a pesar de la reducción del hambre, se deteriora la situación nutricional, por ejemplo, con aumento de la prevalencia del retraso en el crecimiento infantil.
La ingesta inadecuada de vitaminas y otros micronutrientes, altas cotas de enfermedades, agua insalubre, un escaso saneamiento y deficientes prácticas de alimentación de los niños pobres en las etapas clave de su crecimiento causan serios problemas de salud a casi 2.000 millones de personas en el mundo. Se necesitan mayores esfuerzos con un enfoque global para combatir la desnutrición.
Hace 13 años, los líderes mundiales establecieron una serie de objetivos de desarrollo que se deben cumplir para 2015, conocidos como los Objetivos de Desarrollo para el Milenio (ODM).
Bajo el ODM 1, que tiene como objetivo erradicar la pobreza extrema y el hambre, el mundo se comprometió a reducir a la mitad, entre 1990 y 2015, la proporción de personas subalimentadas.
Solo quedan dos años y 62 países ya han alcanzado este objetivo, mientras 22 de ellos también han logrado una meta más alta, establecida durante la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996 celebrada en Roma, de reducir a la mitad el número absoluto de personas que padecen hambre en el mismo período de tiempo. Pero que ese logro se extienda a todo el mundo requerirá una acción sostenida y urgente.
Los países tienen que hacer frente al hambre y la mala nutrición mediante la integración de la seguridad alimentaria y la nutrición en sus políticas públicas y destinando los recursos necesarios.
Instamos a los gobiernos, organizaciones y líderes de la comunidad en todas las regiones para que el crecimiento económico sea más inclusivo a través de políticas destinadas a los agricultores familiares que fomenten el empleo rural, fortalezcan la protección social, incrementen las iniciativas para mejorar la diversidad de la dieta y la salud del entorno, sobre todo para las mujeres y los jóvenes, y promuevan la gestión sostenible de los recursos naturales y los sistemas alimentarios.
Solo con un esfuerzo sostenido y compromiso a largo plazo seremos capaces de llegar mucho más allá de las metas de los ODM para interrumpir completamente el ciclo del hambre extrema, la desnutrición y la pobreza que ahoga el potencial de las generaciones futuras.
Mejorar es bueno, pero cuando se trata de hambre, mejorar no es suficiente. Hay 842 millones de razones para no perderlo de vista.