El cierre patronal fue dirigido con mano de hierro por William Martin Murphy, en cabeza de los empresarios irlandeses de la época. Era un empresario caritativo y filantrópico, lo que no le impedía acumular una enorme fortuna. Era propietario de los transportes públicos (DUTC, Dublin United Tramway Company), de hoteles, almacenes, de una compañía naviera, de varios periódicos. Fue diputado nacionalista en el parlamento de Londres. Y ahora que el discurso contrario al derecho de huelga parece estar de moda en tantos medios, podemos considerar a Murphy como un adelantado del patrón tipo obsesionado contra los sindicatos ; también un ideólogo del tipo de Margaret Thatcher, Olli Rehn o de sus aprendices ibéricos. En julio de 1913, lideró un acuerdo de los patronos dublineses para oponerse a la creciente sindicalización de los trabajadores. Un mes después, despidió a varias decenas de trabajadores por haberse afiliado al Irish Transport and General Workers' Union (ITGWU). De inmediato, varios cientos siguieron el mismo camino por órdenes de Murphy.
James Larkin, es decir, Jim Larkin, habia fundado el ITGWU. Había nacido en Escocia, de padres irlandeses muy pobres. Trabajó desde niño. En su trayectoria vital, laboral y sindical, hay un recorrido por Glasgow y Belfast ; antes vivió un despido de su trabajo como estibador portuario en Liverpool, por estar entre los organizadores de una huelga. Es notable cómo chocó con los criterios nacionalistas, por su mirada crítica hacia el poder de la iglesia católica de Irlanda. Su trayectoria de lucha terminaría llevándole, primero a Estados Unidos, después de vuelta a una Irlanda diferente. Pasaría luego de ser un defensor de la URSS a un desencantado del estalinismo.
Pero sus primeros éxitos tienen que ver con la movilización unitaria de trabajadores católicos y protestantes, en una isla aún dividida donde ese conflicto no se ha resuelto del todo. Eso, su combatividad, su energía personal, su oratoria, su voz de trueno y su gran altura, lo convierten en uno de los héroes históricos de la Irlanda moderna. Contó con la alianza de James Connolly, republicano y socialista de izquierdas, quien terminaría fusilado tras la rebelión irlandesa de 1916. Connolly, protagonista de tantas baladas en Irlanda, fue también convertido en héroe popular. Estaba malherido cuando se enfrentó a la ejecución. Porque tres años después del lock-out sería fusilado por su participación en la rebelión de Pascua (1916). Recibió los tiros del pelotón de fusilamiento sentado en una silla, lo que provocó la indignación incluso de rivales políticos.
En una conferencia conmemorativa, a la que asití hace pocos días, nuestro colega Seamus Dooley, periodista y sindicalista, recordaba las circunstancias sociales de la época del lock-out : enorme mortalidad infantil, Irlanda fue siempre un territorio de castigo desde la época de Cronwell, había hambre permanente de un tercio o más de los irlandeses (como si la hambruna que redujo drásticamente la población de Irlanda en el siglo XIX fuera todavía más que un recuerdo), enfermedades y epidemias, sobreexplotación de las viviendas en diversos barrios del centro de Dublín. El tranvía y el tren habían alejado a los más pudientes del centro. Entonces, alquilaron cada una de las habitaciones de sus viejas casas del centro a familias enteras, a precios insostenibles para los trabajadores, que tenían paga escasa, jornadas de 17 horas, muchos hijos (los que Dios les daba, se decía, claro). Eran viviendas convertidas en lugares insalubres llamados tenements.
En esas condiciones sociales, el lock-out empieza y con él también un movimiento de reivindicaciones salariales, laborales, contra los despidos propiciados por Murphy. Hubo desembarcos de trabajadores desde Inglaterra y Gales, para romper la huelga desencadenada por el ITGWU. Ese desembarco de esquiroles produjo choques tremendos. Durante aquellos meses, tuvo lugar el primer «bloody Sunday» de la historia de Irlanda.
La iglesia se movilizó contra el envío organizado por el sindicato, a Gran Bretaña, de los hijos de los huelguistas con el argumento de que no debían «ser educados por protestantes». Larkin pasó a la clandestinidad y fue detenido después. Durante los meses que duró el conflicto, varios sectores se fueron sumando a la huelga de los conductores de tranvías, entre ellos los estibadores y los repartidores de leña y carbón (murió gente de frío aquel invierno).
El bastonazo antisindical del filántropo y millonario, William M. Murphy, dejó extenuados a los más desposeídos. La población de Dublín quedó exangue. Larkin fracasó cuando trató de ampliar la huelga a la Gran Bretaña. Eso determinó su marcha a Estados Unidos, donde siguió siendo un activista. El lock-out de 1913 terminó con el regreso cabeza baja de los huelguistas, que tuvieron que firmar un documento renunciando a la afiliación sindical.
He vuelto a recordar esta historia en Malakoff, extrarradio de París, hace pocos días, donde nuestro colega Seamus Dooley, secretario general del Sindicato de Periodistas de Irlanda, terminaba su reflexión mencionando cómo la estatua del gran Larkin le rememora hoy en el centro de Dublín. A pesar de sus errores, la mayor parte de Irlanda le considera victorioso en la batalla por la recuperación de los derechos laborales, de la negociación colectiva y de la dignidad humana : «En los días en los que honramos a Mandela, creo que deberíamos recordar a Larkin también por su visión internacional. Habría estado orgulloso de las diez mujeres y el joven trabajador, oficialmente invitados a los funerales por el gobierno de Sudáfrica, por haber iniciado en Irlanda un movimiento de boicot contra el apartheid por el que fueron despedidos por la empresa Dunnes Stores», concluyó Seamus.
Mandela o Larkin, los derechos colectivos no suelen ser una concesión graciosa del poder. Y en contra del romanticismo estúpidamente evocador de estos días, hay que recordar al gran poeta irlandés William B. Yeats que describió así el cierre patronal de 1913 en Dublín: «Romantic Ireland's dead and gone». Lo mismo puede decirse de las descripciones beatíficas que rodean hoy a Mandela. No hubo romanticismo alguno, sino una larga, durísima lucha contra el apartheid.