«Sabemos que están cerca. No nos sentimos seguros», masculla Alassane Traoré mirando el camino por el que un grupo de rebeldes islamistas entró en esta ciudad del centro de Malí hace un par de semanas. Él mismo, musulmán y muecín, encargado de llamar a la plegaria y recitarla en la mezquita local, se puso nervioso cuando vio la fila de camionetas con yihadistas de la red extremista Al Qaeda circulando por la ciudad el 14 de enero, tras lo cual decidió poner a resguardo a su esposa e hijos.
Diabali está a unos 250 kilómetros al noreste de Bamako. «Eran violentos y destruyeron todo, pueden volver en cualquier momento», explica Alassane, en una conversación mantenida frente a su modesta mezquita pintada de azul. «Los vimos inhalar polvo blanco. No son buenos musulmanes». El año pasado, casi dos tercios de este país de África occidental fue ocupado por una coalición de grupos armados, integrada por Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQIM, por sus siglas en inglés), el Movimiento por la Unidad y la Yihad y Ansar Dine, una organización islamista de tuaregs.
Los tuaregs son un pueblo nómada amazigh que ocupan partes de Malí y de Níger. Los islamistas radicales, que plantean la imposición de la shariá (ley islámica), se apoderaron de Diabali durante una semana hasta que fuerzas de Francia y el ejército de Malí lograron expulsarlos el 21 de enero.
Precisamente, la toma de Diabali por los insurgentes motivó la actual intervención francesa, solicitada por el presidente interino, Dioncounda Traoré, que terminó expulsando a los combatientes islamistas de tres ciudades clave del norte del país. Un par de automóviles quemados y tanques del ejército abandonados recuerdan a los visitantes los violentos enfrentamientos en la pequeña ciudad rodeada de arrozales. Banderas francesas ondean en comercios y motocicletas, colocadas por la población local, convencida de que los 2.500 efectivos de Francia los salvaron de un régimen islamista.
Los insurgentes armados, pese a ser analfabetos, «estaban mejor entrenados y equipados que el ejército de Malí», explica el soldado retirado, Diakaridia Doumbia, actual consejero de esta localidad. «Dijeron que estaban contra el gobierno, no contra la población. Pero no les creímos», explica el alcalde de Diabali, Oumar Diakité. «Escuchamos sobre la sharia en el norte, la amputación y los azotes; Mucha gente huyó sabiendo lo que iba a pasar, pese a que los terroristas trataron de engañarlos mostrándose amables», apunta.
Las fuerzas especiales francesas siguieron hacia el norte, y la vida aquí parece haber vuelto a la normalidad. En los alrededores se estableció una pequeña guarnición de efectivos malíes a la espera de unos 4.500 soldados africanos, que serán desplegados en el país en las próximas semanas.
Inseguridad y ansiedad
Un poco más al norte, los residentes de Dogofiri no comparten el entusiasmo de los de Diabali. La gente mira para abajo y se rehúsa a hablar con extranjeros. «Sabemos que los terroristas todavía están escondidos en la maleza. Pueden volver en cualquier momento y tomar represalias», explica Ousmane Diarra, un comerciante de la zona
Los pocos puestos de control en el camino polvoriento, en los que están apostados dos o tres soldados del ejército con sandalias de plástico, no dan garantías a la población local. «El ejército de Malí no pudo frenar el avance islamista, huyeron. Y, a pesar de los ataques, la seguridad no se reforzó», cuenta un residente local que no quiere dar su nombre. «Puede volver a pasar en cualquier momento». No es el único que tiene temor, otros muchos también le teme al ejército regular. «Los soldados golpearon a un anciano. También ejecutaron a un hombre en plena luz del día», relata otro residente de Dogofiri, que añade, «dijeron que colaboraba con los islamistas».
En esa localidad, los tuaregs y los árabes, quienes destacan por su tez más clara, solían vender sus productos en el mercado local, pero se fueron después de eso. «Hay ansiedad», añade otra persona. «La gente le tiene miedo al ejército».
El viernes 1, la organización Human Rights Watch, con sede en Nueva York, acusó al ejército de Malí, responsable del derrocamiento del gobierno en marzo de 2012, de ejecutar a 13 islamistas a plena luz del día. En septiembre, a pocos kilómetros de Diabali, el ejército de Malí ejecutó a 16 predicadores musulmanes desarmados que cruzaban la frontera hacia Mauritania. La Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH), con sede en Francia, registró por lo menos 11 ejecuciones extrajudiciales en enero a manos del ejército.
El alcalde de Dibali dice que «no es una cuestión racial», la primera persona asesinada en Diabali por los islamistas fue un tuareg. Sabemos quién es bueno y quién es malo», apunta Oumar Diakité. «En Mali, todos tenemos familiares de otras razas», explica. «Incluso tuaregs. Hay delincuentes y hay malíes. Malí es un país multicultural y vivimos todos juntos».
Pero hay otras sospechas que mantienen a la ciudad en estado de alerta y deseosa de que se haga justicia. La comunidad cree que los insurgentes tenían apoyo local porque muchos vecinos vieron que entre las fuerzas islamistas había dos militares de alto rango del ejército de Malí que solían estar apostados en Diabali. «La gente quiere venganza, en especial los jóvenes», indica el exmilitar Doumbia. «Identificamos colaboradores que pasaron información a los terroristas, los consideramos traidores», añade. Una vez que se calme la situación, él los denunciará y habrá justicia, asegura. Pero «mientras, somos un país en guerra».
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