Madrid, hasta el 2 de junio de 2013
«La mujer y lo cotidiano» en Museo Thyssen-Bornemisza
Quinta exposición de la serie Miradas cruzadas, dedicada en esta ocasión a la representación del intimismo en la pintura. «Juego de interiores. La mujer y lo cotidiano» reúne una selección de diez obras de las colecciones permanentes que retratan asuntos de la vida cotidiana, familiar o íntima.
El conjunto de obras que se presenta en esta exposición responde al concepto de intimismo. Mediante la descripción de interiores, reales o soñados, se sublima la calma expresada por la propia actitud de introspección de los personajes, la descripción de ambientes quietos, como parados en el tiempo, con una luz que envuelve ese mundo y lo aísla del bullicio exterior.
Los interiores domésticos son el marco propicio para el intimismo. Desde el Renacimiento los artistas han tratado de formular esquemas de representación de interiores, en su mayoría en conexión con el mundo de la mujer. Ya en la pintura religiosa empieza a desarrollarse un interés por la descripción de arquitecturas como escenario donde se describen escenas de carácter doméstico en torno a episodios como el Nacimiento de la Virgen o la Anunciación.
Por otra parte, la evolución de la pintura de retrato en Italia durante el Quattrocento supuso la presencia cada vez más frecuente de fondos de interiores donde aparecían en detalle objetos en relación con el retratado, lo que aportaba una valiosa información sobre su personalidad. Pero fue en la Holanda del siglo XVII cuando la pintura de interiores alcanzó su independencia como género pictórico.
Durante estos años Holanda se ve enriquecida por su comercio de ultramar, lo que le permite importar maderas, porcelanas chinas y telas de países lejanos que adornarán las casas de las clases más pudientes. La alta sociedad desarrollará un gusto cada vez más extendido por encargar pinturas que muestren sus hogares y que, a la vez, decoren sus paredes. Algo muy similar a lo que sucedería durante la segunda mitad del siglo XIX en Francia, donde a los burgueses les gustaba retratarse en sus casas rodeados de sus objetos más preciados, en muchos casos piezas de coleccionismo, hecho que dio lugar a exquisitas escenas de interior de los pintores impresionistas y postimpresionistas más destacados.
Como dijo Stéphane Mallarmé a propósito de su defensa de la pintura impresionista «¿Por qué esta necesidad de representar jardines al aire libre, costas o calles cuando, confesémoslo, la mayor parte de la existencia moderna transcurre en un interior?». A través del recorrido por las distintas pinturas expuestas se hace patente que el término interior tiene, a lo largo de la historia del arte, una doble concepción, ya que hace referencia no sólo a un espacio físico cerrado sino también a un estado anímico del individuo.
Estas pinturas exaltan el universo individual y la atmósfera íntima creada en torno a él frente al mundo exterior marcado por los vaivenes políticos y sociales. Nicolas Maes (1634-1693), alumno de Rembrandt a principios de la década de 1650 y uno de los máximos exponentes junto a Vermeer de este tipo de pintura, se especializó en la descripción de interiores en obras de pequeño formato respondiendo al gusto de los compradores. Sus escenas representan actividades cotidianas protagonizadas casi siempre por mujeres. Solas o acompañadas de sus sirvientas y de los niños, pueblan ese ambiente íntimo donde prima el gusto por la privacidad y el deseo de aislarse del mundo exterior.
También el tratamiento que hacen otras culturas de los interiores. Frente a la chinoiserie, el japonesismo estará muy presente en el arte europeo y americano durante la segunda mitad del siglo XIX. La reapertura de los puertos comerciales japoneses favoreció la llegada de objetos como abanicos, lacas, quimonos y grabados que invadieron Europa y América y que llenaron las casas de artistas como Degas, Whistler o Chase.