Las normas no nos autorizaban a salir de la autopista, que tenía una limitación de velocidad muy firme. Si sufríamos una avería, debíamos esperar la llegada de la policía de «la Alemania Oriental» para solucionar el problema que tuviéramos. En ningún caso, con nuestro visado de tránsito, teníamos derecho a desviarnos hacia el pueblo inmediato para pedir ayuda mecánica o de ningún otro tipo.
A principios de 1989, crucé de nuevo el muro en el mismo Checkpoint Charlie. Lo hice en autobús con un grupo de turistas que –en realidad- eran soldados estadounidenses acantonados en Berlín Oeste. Iban con algunos familiares.
Después, cayó el muro. Helmut Kohl y François Mitterrand se dejaron ver unidos de la mano mirando el horizonte. Las dos Alemanias se reunieron en una Europa comunitaria que había adoptado como bandera (en 1986) la del Consejo de Europa. Y esa Europa de 12 estrellas pronto fue de 15. Empezó a dudar de sí misma.En sus márgenes, se desintegró la URSS. Estallaron conflictos armados en diversos países (en los Balcanes, en el Cáucaso, etcétera). Se negociaron los tratados de Schengen, Maastricht, Amsterdam y Lisboa. Europa rechazó a Turquía y a Marruecos. Y mostró su impotencia diplomática en la escena internacional, sus contradicciones (pre) históricas en aquellos conflictos: especialmente en la rota Yugoslavia.
Los del sur dejamos de caer tan simpáticos hacia al norte. Alemania y los nórdicos empezaron a mirar obsesivamente hacia el Este, convertido ahora en área de expansión económica. Allí prevalecía también una inercia de mero seguimiento hacia Estados Unidos, idealizado en casi todos los terrenos. El euroescepticismo calculado de Londres empezó a suscitar simpatías en Praga y en Varsovia. La crisis de la primera década del siglo XXI derivó hacia el debilitamiento furibundo de la Europa social.
En la segunda ocasión en la que crucé aquel muro, yo estaba en Berlín rodando un programa «En Portada» para TVE, sobre los musulmanes turco-berlineses. Tenía conciencia de pertenecer a un proyecto europeo que me parecía más solidario con los derechos y libertades de todos. Y a pesar de discriminaciones diversas, no había el auge actual de partidos xenófobos en varios países europeos.
Desde luego no tengo nostalgia alguna de los bloques, ni echo de menos el Berlín dividido. Celebré su caída como el que más. Pero tampoco me gustan los nuevos muros de Europa: los del cinismo financiero, las instituciones cerradas al cambio, el muro que ahonda las desigualdades, el apartamiento creciente de los países del sur, los muros -unos visibles, otros invisibles- contra los migrantes y los trabajadores, la quiebra de las políticas sociales.images
Tampoco me gusta nada el olvido de las culturas diversas que constituyen la gran cultura europea en sentido amplio, cemento de la Unión (en mayúscula y en minúscula). Y me desagrada ese monolingüismo que impone un lenguaje unívoco, ese inglés degradado, estirado, para ejecutivos, pretenciosos siempre progubernamentales, políticos de la certidumbre y oficinistas de alto copete, que lo convierten en jerigonza de la burocracia de los retoños ideológicos del thatcherismo (de nuevas cepas). Un monolingüismo que destruye la riqueza misma de la lengua inglesa, mientras extermina poco a poco la vitalidad, el pluralismo idiomático y la riqueza lingüística de los europeos y del alma de Europa.
De modo que -pensando aquella Europa en la que ingresó España hace 30 años-, me pregunto: ¿Volverán a caer los muros que agrietan ahora el proyecto europeo? Como europeísta convencido, espero que sí, que sea posible derribar -uno a uno- esos nuevos muros que nos dividen .
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