La crisis económica europea ha aumentado las diferencias entre ricos y pobres, tanto entre países como dentro de cada estado miembro. Si tenemos en cuenta el PIB, 13 estados se situan por encima de la media y nueve están por debajo. Dentro de cada país la OCDE dice que la brecha entre ricos y pobres es la más alta de los 30 últimos años. Países como Chile muestran que los milagros económicos, quizá no existan y ocultan muchas desigualdades.
Es viernes por la mañana y Carlos, ejecutivo de una empresa inmobiliaria de la capital chilena, se levanta sabiendo que, como en toda víspera de fin de semana, trabajará hasta más temprano y luego partirá a la costa del océano Pacífico junto a su esposa y sus tres hijas.
A la misma hora y al otro lado de Santiago, Pablo, tercero de cuatro hijos de una familia campesina ahora afincada en esta ciudad, está desde el amanecer en faenas de carga y descarga de reses en un frigorífico en el que debe cumplir nueve e inamovibles horas diarias.
Carlos gana en promedio el equivalente a 6.000 dólares por mes, casi 17 veces más que el salario mínimo que percibe Pablo, igual a 364 dólares.
Ambos son ciudadanos de Chile, un país que lleva décadas declarado como el «milagro latinoamericano» por la pujanza de su economía y la reducción de la pobreza, pero donde la brecha entre ricos y pobres sigue siendo una de las más amplias de América Latina, que, a su vez, es la región más desigual del mundo. Eso explica por qué el gobierno de Sebastián Piñera celebrara efusivamente las cifras de ingresos de ricos y pobres, publicadas el 24 de julio en la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional (Casen).
Los datos sostienen que la diferencia entre lo que perciben los sectores más ricos y más pobres cayó de 46 veces en 2009 a 35 veces en 2011. Si a eso se agregan las ayudas estatales, como bonos y subsidios para los más vulnerables, «esta desigualdad se educe: en 2009 era 25 veces la diferencia, y en 2011 se redujo a 22 veces», dijo el mandatario.
Así como el dinero está lejos de ser la respuesta única al bienestar humano, la diferencia de salarios no alcanza para explicar la desigualdad. Carlos vive en una casa amplia de cinco dormitorios y tres baños en la acomodada comuna de Las Condes, al oriente de Santiago. Pablo habita una pequeña vivienda en la comuna de Lo Prado, al poniente de la capital. En dos ambientes construidos y otros dos prefabricados, con madera y algunos materiales aislantes, se apiñan él, su madre, una hermana menor, su pareja y sus dos hijos, de uno y cuatro años de edad. En estos días del invierno austral, la familia se calienta con braseros improvisados, la manera más económica de evitar el frío, pero también peligrosa por los frecuentes incendios que causa.
El producto interno bruto de Chile creció más de 20 por ciento entre 2006 y 2011; la pobreza afecta a 14,4 por ciento de sus 17 millones de habitantes y la indigencia a 2,8 por ciento, según la Casen, principal instrumento de medición para el diseño y evaluación de la política social del país. Pero, a la alegría oficial, se oponen voces calificadas.
economista Gloria Maira explica que «la Casen ha perdido toda credibilidad respecto de la medición de la pobreza y la desigualdad. Es una encuesta que se maneja con parámetros que no condicen con el Chile de hoy, por lo que es un ejercicio estadístico en base a ciertos supuestos que en realidad poco dicen de los niveles reales de pobreza y desigualdad que existen».
La línea de indigencia y de pobreza se determina por el valor de la cesta de los alimentos, equivalente a unos 146 dólares, que determina una medición unidimensional, ya que no contempla otras necesidades como salud, vivienda, educación o transporte.
Además, el sistema de evaluación utiliza patrones de consumo de 1987, desfasados de la realidad actual. Si se adoptaran los parámetros de hoy, la pobreza aumentaría considerablemente, un costo político que ningún gobierno quiere asumir. Para Maira un «sinceramiento» de esos parámetros dispararía las cifras de pobreza y desigualdad. El antropólogo Mauricio Romas, dice «estamos atrapados en los números y se presta poca atención a calidad de vida». Hay que considerar las posibilidades de la gente de vivir con dignidad, apunta.
Antes de llegar a su oficina, Carlos tiene tiempo de llevar a sus hijas al colegio privado, que le cuesta mensualmente unos 500 dólares. Como trabaja desde primera hora de la mañana, Pablo no puede acompañar a sus hijos a la guardería pública donde los niños y niñas permanecen desde las ocho de la mañana a las cuatro de la tarde y reciben leche, almuerzo y merienda gratuitos.
Semejante cobertura de enseñanza suena encomiable. Pero en la educación fragmentada en tres sistemas –uno público descentralizado, uno particular subsidiado y otro privado y de pago– está enterrada una de las raíces de la desigualdad chilena. La Constitución no consagra el derecho a la educación, y el sistema de enseñanza se rige por el principio de lucro.
Además, ni siquiera las universidades públicas son gratuitas. «Donde se refleja la pobreza es en el acceso a la educación, la salud, la previsión, que deberían ser los roles esenciales del Estado», explica Rojas.
Carlos es usuario de una institución de salud previsional, sistema privado creado en 1981 por la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Por el pago de una importante suma, él y su familia pueden acceder a las mejores clínicas y médicos. Pablo, gracias a su trabajo, es usuario del estatal Fondo Nacional de Salud, que opera principalmente con hospitales y consultorios públicos, donde la atención es lenta y precaria.
Cuando toca ir al hospital, «es triste y humillante. Hay que esperar horas para que te atiendan, incluso cuando se trata de uno de mis hijos, que son pequeños. Cuando por fin te atienden, apenas te explican qué le pasa a tu hijo, te tratan mal y te mandan a casa. A los pocos días hay que volver porque el niño está peor. Es así todos los inviernos».
Su familia soporta la crisis sanitaria que, sobre todo en invierno, ataca a los más pobres. La gran contaminación atmosférica de Santiago, una ciudad rodeada de montañas, se combina con el frío y genera una explosión de enfermedades respiratorias: 4.200 personas mueren por año a causa de la polución del aire santiaguino.
A horas distintas, Carlos y Pablo terminan sus jornadas laborales. Al ponerse el sol, Pablo vuelve a casa en el atestado transporte público Transantiago. Carlos ya disfruta de un vino tinto templado en la terraza de su apartamento con vista al mar.