El Defensor del pueblo y el Ministerio de Interior han anunciado que realizarán inspecciones en todos los centros de detención de extranjeros, junto con miembros de la Fundación para los Derechos Humanos de Helsinki y la Asociación de Intervención Legal.
A mediados de octubre, 73 personas en cuatro centros de detención de inmigrantes en Polonia iniciaron una huelga de hambre. Reclamaban, derecho a la información en un idioma que comprendieran, derecho a mantener contacto con el mundo exterior, derecho a una adecuada atención a la salud, a educación para sus hijos, a mejoras en las condiciones sociales, a poner fin a los abusos, a la violencia excesiva, y a la criminalización de los detenidos. En el pasado, algunos huelguistas fueron mantenidos en aislamiento y castigados, sin que el público supiera nada sobre eso.
Actualmente hay 380 inmigrantes indocumentados en seis centros de detención, también llamados «campamentos cerrados». Son solicitantes de asilo que esperan a que sus peticiones sean procesadas. Su delito: haber entrado a la Unión Europea sin los documentos adecuados.
En esos campamentos no se permiten visitas, per hemos podido hablar con algunos inmigrantes liberados en los últimos tiempos del centro de refugiados de Lesznowola, uno de los puntos donde tuvieron lugar las protestas.
Una de ellos, Layla Naimi, escapó de Teherán hace un año, sin la posibilidad de despedirse de su familia. «Mis opciones eran irme o que me encarcelaran», dice.
Naimi era miembro de Change for Equality (Cambio por la Igualdad), una iniciativa que busca recabar un millón de firmas para cambiar las leyes que discriminan a las mujeres en Irán. Esta campaña ha ganado premios internacionales, pero a las autoridades de Irán no les gusta, por lo que las activistas son perseguidas.
Naimi tuvo la suerte de estar lejos de su casa cuando la policía iraní fue a buscarla. Pero confiscaron su pasaporte y su ordenador.
Con un falso documento de identidad, Naimi viajó a Turquía, y de allí a Holanda. En el aeropuerto de Amsterdam solicitó asilo. La policía holandesa fue amable y la ayudó. Tres meses después, Naimi recibió la noticia de que sería deportada a Polonia. Ella nunca había estado en este país, pero antes de abandonar Irán había conseguido un visado polaco.
En agosto, Naimi llegó a Varsovia. «Un policía me empezó a gritar. Yo no entendía por qué», cuenta. La encerraron y no le dieron ni alimentos ni agua durante 24 horas. «Pedí una sábana para acostarme. El policía que me la trajo me dijo: 'Ahora soy tu amigo. ¿Qué me vas a dar a cambio?'».
Tres días después, la transfirieron a Lesznowola. «Eso no es ni un centro ni un campamento. Es una prisión», dice. Por todas partes había guardias, rejas, cámaras de circuito cerrado. Naimi caminaba una hora después de desayunar, y otra más después de la cena. A las seis de la mañana, los guardias hacían un registro de rutina. «Incluso sacaban mis bragas del armario y miraban dentro. Yo preguntaba: '¿No querrá que me quite las que llevo puestas?'. La respuesta: 'Ya me gustaría verte desnuda'».
El acoso sexual no se limitó a las palabras. «Uno de los guardias intentó tocarme por atrás mientras yo barría el piso», relata Naimi. «Ellos beben alcohol, una puede olerlo. Tienen un juego: evaluar a las mujeres. 'Esta vale 40 zloty' (13 dólares), 'esta solo vale 10 zloty, porque usa hijab'».
Según explica, la comida era mala. No había agua embotellada, ni siquiera en verano. Y tampoco había suficiente jabón o papel higiénico. «Me daban lástima los niños. Había nueve, cuyas edades iban de entre seis meses a 16 años. Había televisión y una mesa de ping-pong en la sala de estar. Una vez los varones destrozaron una pelota. Como castigo, la sala de estar fue cerrada durante tres días.
El médico de Lesznowola tenía una sola cura para todas las enfermedades: píldoras de paracetamol. En una ocasión, Naimi tuvo dolor de estómago. «Pedí ver al médico, pero el guardia dijo que tenía buen aspecto».
Ahora liberada, Naimi desconoce qué ocurrirá. «No sé cuál es mi estatus legal, por qué estoy aquí, qué me sucederá. Me entrevistaron en el aeropuerto cuando llegué, pero sin un intérprete. Tras 40 días de encarcelamiento hubo una segunda audiencia. Solo entonces estuvo presente el intérprete de mi idioma nativo, el farsi, aunque me resultó difícil entenderlo porque usaba un dialecto de la frontera afgana», recuerda.
Tras dos meses de confinamiento, Layla Naimi fue puesta en libertad: la Oficina de Extranjeros reconoció la alta probabilidad de que cumpliera las condiciones para recibir el estatus de refugiada. «Todavía tengo pesadillas», dice.
Hablamos también con una familia árabe liberada de Lesznowola pocos días antes, tras siete meses recluidos. La madre y dos hijos que pidieron no revelar su identidad confirmaron la mayor parte de lo que dijo Naimi sobre las condiciones en el lugar. También se quejaron de que les sirvieran cerdo, que los musulmanes no comen.
Esta familia, junto con otra en Lesznowola, realizaron una huelga de hambre durante tres días. Ahora viven en un campamento abierto. Dicen que está sucio, que no se consigue un cambio de sábanas, pero por lo menos se puede ir a la ciudad, a los comercios, a la mezquita.
Pero ¿les permitirán quedarse en Europa?
«En Polonia, el derecho al asilo es una ilusión: apenas un 1,6 por ciento de quienes lo solicitan recibe el estatus de refugiados, mientras que el 18 por ciento recibe protección temporal, durante apenas dos años, antes de tener que volver a su país», dice Marta Rozowska, defensora de los derechos de los refugiados.
«Esta familia árabe no podrá reunirse con el padre a menos que uno de sus integrantes reciba el estatus de refugiado y presente una demanda de reunificación familiar. Por desgracia, este procedimiento puede durar entre seis meses y dos años».