o son aún- medios de referencia pierden la cordura. Es el caso del diario Le Monde en su editorial fechado el martes 24 de noviembre. Para criticar los fallos que ha podido haber en la investigación de los atentados de París, Le Monde culpa a Bélgica. Lo señala como un país «en el que se produce una ausencia regular del poder y de sus siete parlamentos» (mirada jacobina donde las haya). Según esa mirada airada, ese país tiene como centro a Bruselas, «una capital caótica» donde «en el corazón de Europa, la simpática Bélgica se ha convertido en motor generador del yihadismo».
Le Monde argumenta: «Una buena parte de los terroristas de París y el presunto coordinador de los atentados, Abdelhamid Abaaoud, llegaron desde Bélgica. El autor de la matanza del Museo Judío de Bruselas, el año pasado, el pistolero del tren Thalys este verano, o no hace tanto tiempo, ciertos autores de los atentados de Madrid (2004), sin olvidar a los asesinos del comandante Massoud en 2001, en Afganistán: todos vivieron o pasaron por el Reino (de los belgas), sin ser detectados por el radar de sus servicios secretos». Sin dejar de tener cierta base, ese párrafo nos puede recordar a los españoles de una cierta edad los chistes sobre los detenidos por la policía franquista que terminaban aceptando su responsabilidad en todo y, además, en el asesinato del presidente Kennedy.
Bélgica es descrita como «base logística del terrorismo internacional, centro de adoctrinamiento y de reclutamiento». A continuación, Le Monde acusa a las autoridades belgas de laxismo, de permitir que el islam local «sea financiado por potencias extranjeras, en particular Arabia Saudita». Etcétera, etcétera. Sorprende porque cualquiera podría poner ejemplos de lo mismo en Francia, referido a la falta de control de algunos clérigos musulmanes o a la financiación y el control que ejercen otros países en las comunidades musulmanas de Francia. No hay paso que se dé en la Francia actual sin toparse con el patrocinio del emirato catarí, que no está tan lejos de Arabia Saudí en sus políticas referidas a Daesh. Le Monde denuncia que «los aprendices de yihadistas podían escabullirse en el anonimato (en Bélgica) en barrios que escapan a todo control de las autoridades». En lo que conozco, en ambos países, en ambas capitales, no estoy seguro de que esa afirmación sea más aplicable a Bruselas que a determinadas zonas que rodean varias ciudades de Francia.
Le Monde acepta que durante quince años, los servicios antiterroristas belgas desmantelaron redes y grupos, impidieron atentados y propiciaron el enjuiciamiento de decenas de activistas islámicos. Pero –según Le Monde- Bélgica no aceptó ninguna crítica sobre sus fallos de seguridad cuando se trataba de prevenir «su fracaso a la hora de desactivar atentados diseñados en Bruselas».
Lo peor es que el prestigioso diario parisino acusa a «una especie de unidad nacional» de los belgas, a «su sistema de coaliciones» de gobierno, donde todas las formaciones democráticas «pueden ser consideradas corresponsables».
Y el editorial termina en los mayores tópicos de la condescendencia histórica de París hacia Bruselas, de los franceses hacia los belgas: «Lejos de aislar a Bélgica, es preciso ayudarles a protegerse, que es lo que hacen los servicios franceses». Cita el escabroso escándalo Dutroux, del final del siglo XX, porque –dice Le Monde- «sin él no habría habido reforma de su policía y de su justicia». Sigue el recordatorio de que el terrorismo obliga a todos los europeos a reforzar y coordinar su seguridad, aceptando que Francia también haya podido fallar «en materia de prevención e integración».
Según Le Monde, el país vecino «sigue preso de su debate institucional, que ya no podemos ver como pintoresco porque gira hacia la tragedia» y le lleva a perder sus responsabilidades de gobierno. «Al confundir la regionalización con eficacia, ese Estado sin nación asume el riesgo de convertirse progresivamente en una nación sin Estado». Andanada final.
En uno de los comentarios publicados por los lectores del propio Le Monde, selecciono a uno de ellos, seguramente belga. Firma Gerard Van Roye, quien contesta:
«¿Qué significa la condescendencia francesa? ¿Se refiere a su incapacidad para frenar el ascenso de sus propios partidos racistas? ¿A su incapacidad para organizar la vida en común en sus propios suburbios, en esos conocidos focos de los candidatos al suicidio? ¿A su pretensión de tener un papel mayor en el mundo, mientras se convierte en una nación menor que se ilusiona con los remates dorados del Elíseo, cuando ese lugar no acoge en realidad nada más que a un simple primer ministro tan parecido a otros en Europa? Más que 'proponer su ayuda' a países pequeños como Mali o Bélgica, Francia se haría más grande reactivando su tradición de locomotora europea, contribuyendo de manera eficaz al impulso de una verdadera política europea de integración de los refugiados, a una política europea más eficaz, basada en la defensa común. Electoralmente hablando, eso sí, es menos eficaz que ponerse tacones y levantar la barbilla para darse aires».
Tremendo. Basta con arrascar un poquito y nuestra piel regresa a lo peor de nuestros estereotipos. El editorial de Le Monde es ciertamente altanero y, quizá aún más, irresponsable. En ningún caso, Europa avanzará a manotazos. Ni en lo que se refiere a sus gobiernos, ni tampoco en el terreno del periodismo. Un debate negativo y desolador para todos, para los franceses, para los belgas y para los demás europeos.