Un Papa solo no puede cambiar el mundo. Ni siquiera uno como Francisco. Por eso, un día antes de clausurar las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) en Río de Janeiro, Bergoglio se reunió con quienes -les guste o no- tienen el poder o la fuerza para hacer posible ese cambio: los políticos, la Iglesia y los jóvenes. Hubo pocos halagos.
En los tres encuentros habló en español. Cuando Francisco pretende remover conciencias elige expresarse en su lengua materna. Parece que sólo cuando libera su inconfundible acento porteño es capaz de transmitir la fuerza, la pasión y el carisma que le caracterizan. Los otros discursos, los que lee en portugués o italiano, nunca son tan expresivos. No son lo mismo.
«Hubiera deseado hablarles en su hermosa lengua portuguesa», se disculpó con los políticos, empresarios y representantes de la sociedad brasileña reunidos en el Teatro Municipal de Río, «pero para poder expresar mejor lo que llevo en el corazón, prefiero hablar español». Ante la élite brasileña, Francisco pronunció uno de los discursos más políticos de toda su estancia en el país. Exigió a los líderes políticos y empresarios mayor justicia social. Abogó por una «visión humanista de la economía y una política que logre cada vez más y mejor la participación de las personas, evite el elitismo y erradique la pobreza». El silencio en la sala era absoluto.
A continuación, Francisco tuvo una nueva referencia –a lo largo de estas Jornadas ha hecho varias- a las protestas sociales de las últimas semanas en Brasil contra la clase política, promovidas por los jóvenes indignados. El Papa no se puso del lado de unos ni de otros, únicamente defendió el diálogo como vía de convivencia: «entre la diferencia egoísta y la protesta violenta siempre hay una opción posible: el diálogo». En este contexto, Francisco hizo un comentario insólito en un Papa, al defender la laicidad de los Estados. «La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas». El auditorio despidió al Papa entre aplausos y abrazos.
Antes, en la misa con los obispos y miembros de la Iglesia, el Papa tampoco había tenido pelos en la lengua. «No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia», advertía. Ante sus propios compañeros, Francisco exigió autocrítica y cambio. En un país en el que otras iglesias como la evangélica ascienden imparables, el Papa reclamó «una iglesia que se de cuenta de las razones por las que muchas personas se alejan de ella. Hace falta una iglesia que no tenga miedo a entrar en su noche».
Ya al final del día, en la playa de Copacabana, el Papa se dirigía a los miles de jóvenes reunidos para pasar la noche en la vigilia. Utilizando un símil deportivo, les pidió que «sudaran la camiseta». Este fue el acto más multitudinario de todas las Jornadas Mundiales de la Juventud 2013; según datos de la organización, más de 2 millones de personas pasaron la noche al raso. Ya desde primera hora de la mañana del sábado prácticamente no quedaba un hueco libre en la arena, toda la playa estaba ocupada por las colchonetas y los sacos de dormir de los peregrinos. Inicialmente esta vigilia debía celebrarse en el llamado «Campus Fidei» (campo de la fe), en Guaratiba, pero el mal tiempo de los últimos días dejó el terreno tan embarrado que la organización decidió trasladar el evento a la playa de Copacabana.
Aprovechando la oportunidad de encontrarse ante su mayor aforo, Francisco pidió a los jóvenes que superen la apatía y den «una respuesta cristiana a las inquietudes sociales y políticas presentes en sus países». Ellos tampoco se libraron de las críticas del Papa «escuchamos al Señor, pero no cambia nada en la vida porque nos dejamos atontar por tantos reclamos superficiales que escuchamos; o como el terreno pedregoso: acogemos a Jesús con entusiasmo, pero somos inconstantes y, ante las dificultades, no tenemos el valor de ir contracorriente».
Francisco ha demostrado en Río una capacidad admirable para despertar simpatías diciendo las cosas más antipáticas. En cada homilía, cada evento y cada salida en papamóvil Francisco se da multitudinarios baños de masas. Algunos medios de Buenos Aires cuentan con sorna estos días que Francisco ha obrado su primer milagro en Río: conseguir que 192 millones de brasileños amen a un argentino. Sus críticas a casi todos y por casi todo no alejan a sus seguidores, sino que parecen volverlos más fieles todavía. Será por su forma clara y directa de expresarse. Será porque, en conciencia, todos saben que dice grandes verdades. Será por el acento porteño.