GIRKE LEGE, Siria, (IPS) - El contrabandista pedía 200 dólares, pero Jewan consiguió rebajar la tarifa a la mitad. Probablemente era una cantidad considerable para este joven kurdo de 26 años, pero él no veía el momento de cruzar la frontera de Iraq a Siria y ver a su familia por primera vez en tres años.
«Me torturaron durante 27 días por pertenecer a una organización estudiantil en la universidad», recuerda Jewan mientras sigue en la noche los pasos del contrabandista. «Quedé libre cuando mis padres pagaron 2.000 dólares a un oficial de la policía; después huí a Líbano. Llegué a la Región Autónoma Kurda de Iraq a través de Turquía».
A medianoche, a escasos minutos de dejar atrás la última aldea de territorio iraquí, se vieron sorprendidos por las linternas de los «peshmerga», soldados de la Región Autónoma Kurda de Irak. Pero ni Jewan ni su guía parecían una amenaza, y se les permitió seguir su marcha hacia el puesto de control en el lado sirio, a unos 200 metros.
Una furgoneta esperaba con el motor en marcha y las luces apagadas, a medio camino en esta «tierra de nadie». El conductor y su compañero se presentaron como «combatientes del PKK», el independentista Partido de los Trabajadores del Kurdistán, alzado contra el gobierno turco desde 1984.
Aparentemente son ellos, y no el ejército sirio, los que controlan este retén fronterizo cercano a la localidad de Derik, en el extremo noreste de Siria, a unos 1.000 kilómetros de Damasco. «Esperamos a alguien más, no tardaremos en irnos», indica uno de los guerrilleros con un fusil colgado al hombro. Un minuto más tarde, una hilera de personas llegadas desde el lado iraquí descargaban sacos y objetos de todo tipo en la parte trasera de la furgoneta.
«Es todo lo que tengo. El día que me fui, juré no volver hasta que mi tierra no fuera gobernada por mi pueblo», el kurdo, explica Asma, con emoción, una vez acomodada en el asiento delantero del vehículo. «Huí de mi casa por este mismo lugar hace 32 años, dando el pecho a mi hija recién nacida. Lamento que no pueda volver a ver su tierra natal; murió hace dos años, luchando en las montañas contra el ejército turco», relata esta mujer de unos 50 años.
Rafik llevaba horas esperando pacientemente a su hermano Jewan en el barracón del puesto fronterizo en el lado sirio. «El camino hasta casa está libre, no tienes de qué preocuparte», tranquiliza al recién llegado, tras saludarlo con un beso en la mejilla izquierda y tres en la derecha.
La carretera serpentea en la oscuridad, ocasionalmente iluminada por alguna columna de fuego. A su alrededor, decenas de máquinas extractoras beben el petróleo del subsuelo, agachando la cabeza a un ritmo lento pero constante. «Muchas de estas tierras eran nuestras, pero los Assad (la familia presidencial) se las dieron a familias árabes del sur del país», dice Jewan. La zona también es rica en oro, asegura.
Con la llegada al poder del Partido Baath en 1963, los kurdos de Siria -entre dos y cuatro millones, según distintas fuentes- fueron sometidos a una política de arabización sistemática. La lengua kurda fue prohibida, y muchos de ellos se vieron privados incluso de la ciudadanía siria, negándoles acceso a la educación, a la sanidad y a las propiedades. Las deportaciones forzosas y los reasentamientos de familias del sur fueron también moneda corriente.
Hoy, los colores kurdos -verde, rojo y amarillo- en murales y banderas a la entrada de Girke Lege, a 35 kilómetros de la frontera iraquí y a 15 de la turca, indican que la situación ha cambiado, y de forma sustancial. «La zona está totalmente bajo control y ni siquiera he disparado un solo tiro desde que empezó la revolución», asegura uno de los combatientes en un puesto de control en la entrada oriental de la localidad.
Numerosos rumores apuntan a que el Partido de la Unión Democrática (PYD), dominante entre los kurdos de Siria, habría negociado con el gobierno de Bashar Al Assad. Pero su presidente, Salah Muslim, niega categóricamente que se haya producido acuerdo alguno. «Somos el segundo grupo étnico de Siria. Damasco simplemente no quiere abrir un frente con las minorías del país», explica Muslim por teléfono desde una localidad sin determinar.
Muchos analistas especulan también con que Damasco podría estar blandiendo ante Turquía la amenaza de una eventual región autónoma kurda en Siria, en la que viven más de 20 millones de kurdos.
Sea como fuere, la estampa de Girke Lege no se parece en nada a las imágenes de destrucción de Aleppo o Damasco. Aun a altas horas de la noche, la avenida principal se encuentra abarrotada tras el Iftar, la cena que pone fin al ayuno durante el mes sagrado musulmán del Ramadán.
Se escucha música kurda desde las tiendas y las casas de té, abiertas hasta muy tarde. Incluso se h inaugurado la sede de un partido político kurdo, tras décadas de trabajo clandestino. «Me habían hablado de todo esto, pero todavía me cuesta creer lo que estoy viendo», exclama un incrédulo Jewan, tras pagar un kilo de pastas para su familia con dinero sirio por primera vez en tres años.
Al verlo, su madre apenas puede contener las lágrimas. Si bien su llegada la ha tomado por sorpresa, Jewan tampoco esperaba encontrarse allí con sus familiares de Damasco. «Llegamos hace cinco días. Los combates y bombardeos eran constantes, no podíamos seguir allí», lamenta su tío Marai.
«Hace 20 años que nos fuimos a Damasco en busca de una vida mejor», añadió su tía Alián. «Hoy somos nosotros los que no sabemos cuándo podremos volver»