Pero las principales no serán el derrocado presidente Mohammad Morsi o los islamistas, que son buenos supervivientes por naturaleza. Serán la democracia y la fe popular en ella en todo el mundo. La víctima será la única oportunidad que tuvieron los egipcios de ser parte de este mundo en sus más de 5.000 años de historia.
Mediante varias rondas de elecciones, los egipcios, jóvenes y viejos, habían mostrado al mundo su deseo de cambio y su esperanza, mientras hacían fila bajo el calor del desierto durante horas para intentar depositar sus votos y tener injerencia, por primera vez, en el futuro de su país.
Cuando este periodista cubrió la Primavera Árabe vio a jóvenes mujeres vestidas siguiendo los parámetros de la moda occidental, esperando junto a otras que usaban el «neqab», prenda tradicional que cubre de pies a cabeza a las mujeres musulmanas.
El mensaje fue entonces: «Queremos democracia, no el régimen militar que nos controló durante 60 años». Votaron una Constitución, un parlamento, un parlamento consultivo y un presidente, mientras el mundo observaba con sorpresa y admiración.
Luciendo su pobre vestimenta, el portero de mi edificio hizo fila junto a ricos dueños de propiedades en el barrio. Un valor universal de igualdad, libertad y esperanza se percibía en el aire.
Morsi fue el primer líder árabe de la historia que llegó al gobierno con menos que el usual 90 por ciento de los votos de los líderes anteriores.
Pero en la noche del miércoles 3 de este mes vi cómo vehículos Humvee suministrados por Estados Unidos eran usados por las «fuerzas especiales» de Egipto mientras disparaban a civiles que protestaban contra el golpe militar en la plaza Nahda, fuera de la Universidad de El Cairo, donde hace unos años el presidente Barack Obama ofreció al mundo musulmán un discurso sobre la paz y el fin del terrorismo.
Los vídeos mostraron a varios heridos, sangre y personas muriendo mientras decían sus últimas palabras en pro de la libertad. Los militares respaldados por Estados Unidos intentaban dispersar a los partidarios de Morsi antes de una declaración formal del golpe de Estado.
En otro lugar donde se congregaron partidarios de la democracia, Rabaa Al-Adawia, en el distrito cairota de ciudad Nasr, los militares impusieron un sitio que no permitía el ingreso de alimentos u otros suministros, obligando a sus habitantes a salir de allí para obtenerlos, mientras francotiradores montaban guardia desde las azoteas, con ellos en la mira.
Mientras el general del ejército Abdel Fatah Al-Sissi, entrenado por Estados Unidos, prometía transparencia y libertad en su discurso del miércoles 3, en el que declaró el golpe, varios civiles sentados junto a él mostraban su apoyo a un régimen militar.
Pero, a medida que Al-Sissi hablaba, todos los canales de televisión que habían apoyado las elecciones y a Morsi eran clausurados simultáneamente, y varios de sus trabajadores arrestados, humillados y formados entre columnas de alegres opositores, que también eran trabajadores de medios privados que apoyaban el golpe militar.
Se cortaron las conexiones telefónicas en el área donde estaban congregados los partidarios de Morsi, señal de qué clase de libertades esperan a Egipto.
Este fue el final trágico de la naciente democracia del país, y un pantallazo del futuro que tiene por delante bajo el mandato de unas Fuerzas Armadas respaldadas por Occidente.
Pero ¿quién quiere un regreso a un régimen militar brutal?
Bueno, muchas personas. Entre ellas, muchos civiles que esperan sacar provecho de un mandato militar y que están dispuestos a sacrificar la democracia y a darle un rostro civil al golpe de Estado en su propio beneficio.
Obviamente, los militares, que gozan de enormes beneficios financieros y de la libre propiedad de vastos tramos de tierras costosas, de clubes sociales exclusivos y de descuentos en casi cada compra, quieren que vuelva el régimen militar. No quieren que se controlen los sobornos que reciben por las compras de costosas armas. Ellos sacaron a sus partidarios a las calles.
La Iglesia Copta de Egipto, cada vez más militante, que controla a los cinco millones de cristianos del país, que a su vez controlan importantes intereses económicos, quiere un regreso al gobierno militar. Y también empujó a sus seguidores, en masa, a las calles.
Morsi y los islamistas habían introducido la idea de una legislación que habría impuesto controles sobre las finanzas de la Iglesia, medida que se topó con la fuerte oposición del clero cristiano. Al nuevo y controvertido papa copto Tawadros II le resultó muy fácil enviar a cientos de miles de sus partidarios a las calles para pedir el derrocamiento de Morsi y mezclar eso con las quejas sobre la seguridad.
Y hay una conspiración de exmiembros ejecutivos del régimen de Hosni Mubarak (1981-2011) que no tienen estómago para un sistema de controles mutuos. Encima, la fuerza policial, que prosperó en base a asesinatos y sangre y que disfrutó de los beneficios de ese gobierno, nunca se sintió cómoda con un cambio de régimen y una democracia.
Después de todo, a sus integrantes les aguardaban juicios por abusos a los derechos humanos. Todos ellos protestaban contra Morsi también, sin tener paciencia para un cambio democrático.
Y ciertamente hay otros pilares del régimen de Mubarak, como el titular de la institución Al-Azher, bastión del Islam sunita, cuyo rol fue siempre blanquear los abusos de dictadores como hechos justificables mediante la religión, a través de una serie de controvertidas «fatwas» (edictos religiosos). Él enfrentó el fantasma de una eventual destitución bajo el gobierno de Morsi.
Otros que quieren que regrese el régimen militar y darle una delgada máscara civil son los salafistas, que cuentan con el respaldo de Arabia Saudita.
Este grupo religioso profesa la idea de «nunca disputar al gobernador en su gobierno», y de simplemente adherirse al lado conservador del Islam, de un modo muy similar al del sistema religioso en Arabia Saudita, que da más importancia a qué vestir que a cómo se gobierna a los musulmanes. Esto se opone directamente a la ideología de la Hermandad Musulmana, que promueve la participación política.
Todos ellos encontraron su perdido punto de confluencia en un general del ejército ambicioso, pero antes poco conocido, que puso su mira en el gobierno de Egipto y planeó erradicar la Constitución, la legitimidad y las elecciones según su capricho.
Sin duda, Morsi y los islamistas han cometido muchos errores. Él había admitido eso en sus últimos discursos, pero también había prometido corregirlo en su calidad de presidente democráticamente elegido. La manera de resolver esos problemas naturalmente debería haber sido a través de las urnas, y no mediante un golpe de Estado que desangre a la democracia.