La economía mundial y los sistemas financieros siguen inestables. La violencia armada y las redes del crimen organizado son una amenaza cada vez mayor para la seguridad humana en muchos países. Las mujeres continúan teniendo que hacer frente a serias barreras para su verdadero empoderamiento. Y estamos llegando a los límites de nuestro planeta.
A medida que la población mundial aumenta de los actuales 7.000 millones de habitantes a los casi 9.000 millones que habrá en 2040, y que se mantienen nuestros patrones actuales de consumo y producción, aumenta la presión sobre el planeta y sus recursos.
Por lo tanto, cuando los gobernantes internacionales se reúnan en junio en Río de Janeiro para debatir sobre el desarrollo sostenible, la resiliencia deberá ser parte importante del diálogo. Lograr un desarrollo duradero no es contraponer objetivos económicos, sociales y ambientales, sino verlos como objetivos interconectados que se alcanzan mejor en conjunto.
La resiliencia no puede crearse de la noche a la mañana. Lleva tiempo. Pero es nuestra mejor posibilidad de fijar los avances logrados hasta ahora y de promover un desarrollo humano equitativo y sostenible. La resiliencia es la capacidad inherente a un sistema de hacer frente a cualquier conmoción externa, sin importar cuán previsible o sorprendente sea.
Para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la resiliencia es un proceso transformador que se construye sobre la fortaleza innata de los individuos, sus comunidades y las instituciones, para prevenir y reducir los impactos, así como para aprender de la experiencia de conmociones de cualquier tipo, internas o externas, naturales o creadas por el ser humano, económicas, sanitarias, políticas o sociales.
En 2000, Mozambique quedó maltrecho por una inundación causada por un ciclón, que dejó 800 muertos y medio millón de personas sin techo, y alteró los medios de vida de un millón más, afectando en total a 4,5 millones de personas.
En 2007, cuando inundaciones de similar magnitud volvieron a azotar Mozambique, hubo 29 muertos, no 800. Y los desplazados fueron 70.000, no un millón.
Cuando el país fue golpeado por segunda vez, la sociedad estaba mucho más preparada, se había abordado exhaustivamente el riesgo de desastres y el gobierno había ejercido su liderazgo y articulado una visión estratégica clara.
La comunidad internacional intervino para brindar apoyo al desarrollo institucional, político y de capacidades.
Se iniciaron programas comunitarios y para minimizar el peligro de que se perdieran los medios de subsistencia, y se fortalecieron los sistemas de respuesta a las emergencias. Entidades de la sociedad civil y la Cruz Roja trabajaron con los gobiernos locales y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en una preparación centrada en la comunidad.
La lección clave que dejó la experiencia de Mozambique es que, cuando las sociedades invierten tiempo en aprender de las adversidades, están mejor preparadas para afrontarlas en el futuro.
Los esfuerzos de cooperación dentro de las propias comunidades tuvieron un papel mucho más importante para salvar vidas que cualquier intervención externa. A la sociedad le llevó mucho menos tiempo organizarse y recuperarse.
Al crear resiliencia, la prioridad debe ser la prevención, complementada con esfuerzos explícitos para reducir las vulnerabilidades sociales y el compromiso de mantener la integridad de las comunidades, las instituciones y los ecosistemas.
La creación de resiliencia se beneficia de una gobernanza activa, efectiva, franca y justa, y no solo en el mundo en desarrollo. Como mostró la reciente crisis financiera, no todos los países industrializados han demostrado una resiliencia sistémica ante las conmociones económicas.
A menos que los países industrializados estén dispuestos a ver cómo la adversidad echa por la borda años de desarrollo y progreso humano, es crucial que desarrollen una resiliencia sistémica a las conmociones. Las instituciones -particularmente las estructuras y sistemas de gobernanza- brindan marcos para desarrollar resiliencia.
Cuando las instituciones estatales no garantizan el acceso a la justicia y a un servicio público que funcione, y no pueden asegurar un entorno en el que las personas puedan prosperar, las comunidades se vuelven más vulnerables a grupos criminales y violentos, que llenarán cualquier vacío.
La fragilidad del Estado no solo es reflejo de instituciones débiles, sino también de sistemas sociales bajo presión. Un Estado resiliente está anclado en una sociedad cohesionada. Y las desigualdades pronunciadas van en contra de esta cohesión.
El desarrollo sostenible basado en la resiliencia también exige cultivar la capacidad de los pobres para superar desafíos, y debería estar pautado por un compromiso con la propiedad nacional, respuestas amplias e integradas, innovación y aprendizaje, y participación estratégica a largo plazo.
Crear sistemas de protección social es una inversión importante en resiliencia, pues defienden a los más vulnerables de los peores efectos de las conmociones y ayudan a prevenir retrocesos de desarrollo. Estos son los pasos que en los años 30 y 40 dieron muchas naciones que ahora llamamos industrializadas.
Los costos de un piso adecuado de protección social son de entre el uno y el dos por ciento del producto interior bruto (PIB). Pero actualmente apenas el 20 por ciento de la población mundial en edad de trabajar -principalmente en los países de ingresos medios y altos- tienen acceso a sistemas amplios de protección social.
Las sociedades resilientes son también las que tienen una capacidad de diálogo que permite mediar diferencias con cordialidad. Exhiben confianza social y cívica, lo que hace que la población se sienta incluida y alentada a participar.
Establecer estos atributos constituye un arduo trabajo para cualquier país. Y hacerlo es aún más difícil en aquellos devastados por conflictos y violencia. Pero sin esa capacidad para la tolerancia, la fragilidad puede superar a las instituciones y a los sistemas de una sociedad.