En algunos países, la magnitud de la sacudida fue tal, que una gran subida de los impuestos no pudo colmar el desfase. En España, pese a una subida de los impuestos que ascendió a más del cuatro por ciento del PIB desde 2010, la relación entre los ingresos por impuestos y el PIB representó sólo el 38 por ciento en 2014, frente al 41 por ciento en 2007. En Grecia, los aumentos de los impuestos ascendieron al 13 por ciento del PIB durante el mismo período, pero dicha relación aumentó sólo en seis puntos porcentuales. En otros países, se alcanzaron los límites políticos de las subidas de impuestos antes de que se pudiera colmar el desfase. De buena o de mala gana, se está concediendo prioridad a los recortes del gasto.
La falta de ilusiones sobre el crecimiento futuro contribuye a la presión. La productividad ha sido en general floja en los últimos años, lo que indica que el crecimiento en los próximos podría ser más lento de lo que antes se esperaba. Así, pues, el aumento de los ingresos podría ser insuficiente para estar a la altura del gasto público en materia de salud y pensiones para las personas de edad.
Se trata de una crisis muy diferente de las habidas en los decenios de 1980 y 1990. Entonces la cuestión principal era política: la legitimidad y la eficiencia del gasto público estaba en entredicho. Como dijo el Presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan, el Estado era el problema, no la solución y, según se proclamaba a grandes voces, había que reducirlo.
En cambio, las preocupaciones actuales son económicas. Sigue habiendo desacuerdo entre los partidos sobre las dimensiones apropiadas del Estado, pero no hay un rechazo general de su intervención. Con frecuencia, no son los intereses ni las ideologías los que hacen inevitables los recortes del gasto público, sino la realidad.
¿Cómo pueden estar los gobiernos a la altura de semejante imperativo? El riesgo que afrontan es bastante claro; sin una profunda reestructuración del gasto inercial –debido a los derechos a prestaciones sociales y los salarios de los funcionarios–, irá en detrimento del dedicado a nuevas prioridades y nuevas políticas.
Los países que se han visto obligados a hacer en general los mayores recortes ya han sacrificado la inversión en infraestructuras públicas. Otro sector en riesgo es el de la investigación. La inversión social en programas que dan fruto a largo plazo, como las guarderías preescolares, está padeciendo limitaciones financieras. La seguridad nacional no recibe la prioridad que merece, pese al aumento de las amenazas. Por último –y no se trata de lo menos importante– las soluciones en forma de parches, como, por ejemplo, la congelación prolongada de los salarios, pueden llegar a erosionar la calidad de los servicios públicos.
Por fortuna, los gobiernos pueden hacer algunas cosas para mitigar los efectos del gasto inercial. Para empezar, pueden sistematizar simplemente las evaluaciones de la eficiencia del dinero público. En la mayoría de los países, semejantes evaluaciones siguen siendo escasas y asistemáticas: con frecuencia los Parlamentos promulgan políticas sin saber si valdrá la pena en función de su coste y puede pasar mucho tiempo antes de que se ponga fin a políticas ineficaces o ineficientes. Ésa es la razón por la que la legislación relativa a los programas de gasto debería comprender cláusulas de limitación de su vigencia, con lo que sus prórrogas estarían sujetas a una evaluación independiente.
En segundo lugar, también se deberían sistematizar los exámenes del gasto. La fijación de prioridades –ya sea para gastar más en la educación y menos en las pensiones, por ejemplo, o para invertir en infraestructuras o en investigación– entraña opciones difíciles que deben ser explícitas. En un mundo ideal, dichas opciones serían el centro de atención de debates electorales y de la labor parlamentaria, pero detrás de cada una de las líneas presupuestarias hay unos votantes que tientan a las autoridades para que eludan las decisiones difíciles. Ésa es la razón por la que son útiles los exámenes estructurados del gasto: obligan a los funcionarios a colmar el desfase entre los fines y los medios y alientan la adopción de decisiones con conocimiento de causa.
En tercer lugar, los gobiernos deben equiparse con un presupuesto para la reestructuración. Como saben las empresas privadas, las transformaciones –cambios profundos en la forma de hacer las cosas– cuestan con frecuencia dinero antes de propiciar ahorro. Puede ser porque los cambios requieran inversión en nueva tecnología o nueva capacitación de los empleados o simplemente la obtención del consentimiento de los accionistas. El dinero asignado en el presupuesto a semejante reestructuración de los programas gubernamentales sería una inversión positiva.
En cuarto lugar, los gobiernos deben fomentar la innovación del sector público. Al contrario del prejuicio popular, las administraciones locales y los organismos públicos sí que innovan; lo que falta es un mecanismo para seleccionar y difundir las innovaciones, del mismo modo que el mercado selecciona nuevos productos o procesos que ahorran costos. Una forma mejor de prestar un servicio público puede permanecer desconocida durante años. Si los gobiernos adoptaran medidas sencillas, como la asignación de más financiación a proyectos concretos y la organización de concursos, se podría modificar esa situación. Por ejemplo, se debería permitir que las escuelas de barrios desfavorecidos organizaran licitaciones para obtener fondos con miras a la innovación educativa.
Por último –y no se trata de lo menos importante–, se debe facultar a las personas. Los ciudadanos quieren un Estado más ágil y que adapte sus operaciones a las necesidades locales. En la era digital, quieren conseguir nuevos criterios de rapidez, fiabilidad y personalización. Cada vez se pone más en tela de juicio la concepción tradicional de que la eficiencia y la igualdad entrañan menos opciones particulares y quieren que el Gobierno sea transparente y garantice el acceso a los datos y que su eficiencia y eficacia resulten directamente observables.
Hay fuerzas potentes en pro del cambio y los gobiernos asediados deberían encauzarlas hacia el objetivo de lograr la reestructuración que tan urgentemente necesitan. Lo contrario sería aceptar el deterioro de la calidad de los servicios públicos, que sólo provocaría la pérdida de la legitimidad gubernamental y, con ella, una menor disposición a pagar los impuestos.