El título de cada artículo que trata sobre la relación entre cambio climático y conflicto debería ser: «Es complicado», según Clionadh Raleigh, directora del Proyecto de Base de Datos sobre la Localización y los Eventos de los Conflictos Armados (Acled, en inglés).
Científicos y expertos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se interesan cada vez más por este asunto, una tendencia que se ha cosolidado en los últimos años, según David Jensen, director del Programa de Cooperación Ambiental para la Construcción de la Paz, del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
«El debate sobre este asunto comenzó entre 2006 y 2007, pero todavía hay una gran brecha entre lo que se discute a escala global y en el Consejo de Seguridad y lo que realmente ocurre en el terreno», nos explica.
«Numerosos estudios encuentran un vínculo estadístico entre cambio climático y conflicto, pero suelen concentrarse en un área específica y cubrir un breve lapso», detalla Halvard Buhaug, director del departamento de Condiciones de Violencia y Paz, del Instituto de Investigaciones de Paz de Oslo (PRIO por sus siglas en inglés), al que hemos consultado .
«El desafío es definir si esos estudios son indicativos de una tendencia global, más general, y que todavía no se ha documentado», apunta.
Buhaug nos explica «que parte del debate público sobre cambio climático y violencia es correcto, pero hay una tendencia lamentable, ya sea desde los investigadores o los medios, a exagerar la contundencia de la investigación y a expresar mal la incertidumbre científica».
«En algunos medios, palabras como 'es posible' se transforman en certezas y el futuro se vuelve lúgubre», ejemplificó.
Cullen Hendrix, profesor adjunto de la Facultad de Estudios Internacionales Josef Korbel, nos dice que la relación entre clima y conflicto está mediada por los niveles de desarrollo económico. Es más probable que un conflicto por cuestiones climáticas surja en regiones rurales no industrializadas, «donde una gran parte de la población todavía depende del ambiente natural», precisa.
En la mayoría de los países de África subsahariana, más de dos tercios de la población trabaja en la agricultura. Un cambio en las condiciones climáticas tendrá consecuencias negativas en la estabilidad. Pero los investigadores enfatizan que es importante no sacar conclusiones precipitadas y asumir que el cambio climático derivará necesariamente en un conflicto.
«Casi todos reconoceremos que hay otros factores como la exclusión política de las minorías perseguidas, desigualdades económicas o la debilidad de las instituciones del gobierno central que son más importantes» que el clima, apunta Hendrix. «Que no es lo mismo que decir que el cambio climático no incide».
«Cuando tratas de reconstruir comunidades y calidad de vida, no puedes concentrarte en un solo factor de estrés como el cambio climático, debes observar la multiplicidad de factores y construir resiliencia para todo tipo de traumatismos, incluso el cambio climático, pero no exclusivamente», coincide Jensen, al comentar las lecciones aprendidas en su trabajo en el PNUMA.
Hendrix espera que la próxima generación de trabajos científicos analice cómo la sequía, las inundaciones, la desertificación y otros fenómenos climáticos impactan en los conflictos «a través de canales indirectos como la pérdida de crecimiento económico o causando migraciones a gran escala de un país a otro».
Clionadh Raleigh, también profesora de geografía humana en la Universidad de Sussex, cree que las políticas de distribución de tierras suelen ser la fuente real de conflicto, pero su impacto se diluye por un debate sobre cambio climático.
«Si le preguntas a alguien en África '¿cuáles son los conflictos aquí?', es posible que responda algo como el acceso a la tierra y al agua», por ejemplo. «Pero esto depende casi totalmente de políticas nacionales y locales, por lo que casi no tienen nada que ver con el clima», remarca.
Algunos gobernantes han tratado de atribuir al cambio climático las consecuencias de sus propias políticas desastrosas, precisa Raleigh. Robert Mugabe culpó al cambio climático de las hambrunas en Zimbabwe, en vez de a su propia corrupción y políticas de reubicación.
Omar al-Bashir achacó el conflicto en la provincia de Darfur a la sequía, en vez de a la terrible violencia del gobierno hacia una gran porción de la población.
Raleigh atribuye esas explicaciones al llamado determinismo ambiental, una escuela de pensamiento que sostiene que los factores climáticos definen el comportamiento humano y la cultura. Por ejemplo, asume que una sociedad se comportará de una u otra manera según se ubique en un ambiente tropical o templado.
Esa teoría se consolidó a finales del siglo XIX, pero perdió popularidad a raíz de las críticas de que fomentaba el racismo y el imperialismo. A Buhaug le preocupa «la tendencia en las investigaciones, pero en especial cómo se comunican estas, que se ignore la importancia de las condiciones políticas y socioeconómicas y el motivo y la organización de los actores».
Raleigh directamente desearía que desapareciera todo el debate.
«La gente suele interpretar mal lo que ocurre a escala local y nacional en los países africanos y en desarrollo», explica. «Simplemente suponen que la violencia es una de las primeras reacciones al cambio social, cuando lo más probable es que tenga que ver con la cooperación», subraya.
La cooperación ambiental ocurre dentro, y entre, los países, según Jensen. En el ámbito local, «en Darfur, vemos diferentes grupos que se unen para gestionar los recursos hídricos». A escala global, «se habla mucho de las guerras por el agua entre países, pero suele ser lo contrario, pues hay mucha cooperación entre los estados por los recursos de agua compartidos», señala.
En esa línea, la ONU lanzó en noviembre de 2013 un nuevo sitio en Internet dedicado a las soluciones más que a los problemas y destinado a expertos y trabajadores de campo con la intención de compartir las mejores prácticas para atender conflictos ambientales y el uso de recursos naturales para ayudar a la construcción de la paz, indica.