Era el 21 de julio de 2001 y Guadagnucci, del Resto del Carlino, un periódico de la norteña ciudad italiana de Bolonia, decidió trasladarse esa mañana hasta Génova, más al oeste, para presenciar las manifestaciones contra la cumbre del Grupo de los Ocho (G-8) países más ricos que se desarrollaba en esa ciudad.
«Vi cómo golpeaban a todo el mundo a su paso hasta que llegaron a mí. Dos policías descargaron toda su rabia contra mí con su porra. Luego vino un tercero y me pegó por atrás», cuenta.
El día anterior, grupos de manifestantes violentos, los llamados bloque negro (vestidos con ese color para evitar ser identificados y mostrar unidad), habían saqueado las calles de Génova. La policía reprimió una protesta autorizada, y Carlo Giuliani, de 23 años, murió por el disparo de un «carabiniere».
Doce años después, la justicia italiana sigue su lento y dudoso camino.
Diez manifestantes fueron condenados a entre seis y 14 años de cárcel por conspiración para causar destrucción, una ley rara vez utilizada después del periodo fascista de los años 30 y 40.
Ninguno de los 25 oficiales condenados por allanar la escuela ni de los otros siete policías y médicos sentenciados por violencia en los barracones de Bolzaneto, a donde trasladaron a varios detenidos, fue a prisión.
A los jefes de policía responsables de estos desmanes represivos solo les prohibieron ocupar cargos públicos durante cinco años.
«Desde el punto de vista judicial, fue un resultado importante», opina Guadagnucci. «Pero la paradoja es que no sirve de nada. Frente a estas condenadas, la pasividad del parlamento y del gobierno, y el propio presidente, da un mensaje claro: 'no nos importa».
«Nuestra demanda para que se hiciera una investigación independiente fue sencillamente ignorada», dice el director de comunicaciones del capítulo italiano de Amnistía Internacional, Riccardo Noury. «Seguimos sin respuesta a la pregunta de por qué pasó todo esto en Génova».
«Lo peor ocurrió después de la paliza», subraya Guadagnucci. «Nos mantuvieron dentro de la escuela durante dos horas, sin acceso a la prensa ni legisladores, nadie podía entrar. Recuerdo gente que lloraba, gritaba, sangraba, incluso una muchacha tuvo un ataque de epilepsia», recuerda.
«La policía decía que nadie sabía que estábamos allí y que podían hacernos lo que quisieran. Cuando escuchas eso, crees que te van a matar, y ese trauma no se supera, simplemente no se puede», añade.
Las 93 personas que estaban dentro de la escuela, de las cuales 78 necesitaban asistencia médica, fueron acusadas de inmediato de resistencia violenta a un arresto, conspiración para causar destrucción y porte ilegal de armas, después de que supuestamente se encontraran dos bombas Molotov en el recinto.
Pero todos los cargos fueron desestimados en 2004, cuando los jueces dictaminaron que la policía puso los cócteles Molotov para justificar el allanamiento.
La noche que Guadagnucci «tuvo bastante suerte» de que lo llevaran a un hospital por riesgo de hemorragia interna, los que no estaban heridos de gravedad fueron trasladados hasta Bolzaneto, donde comenzó la segunda parte de la pesadilla.
Nadie podía contactarse con familiares o abogados. Los testigos relataron luego que amenazaron a las mujeres con violarlas y a todos les obligaron a permanecer de pie con la cabeza apoyada contra la pared durante horas y les ordenaron ladrar. A algunos no los dejaron usar el baño y casi nadie se salvó de ser golpeado.
A pesar de haber ratificado la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes en 1988, Italia no tiene una ley nacional que tipifique expresamente ese delito.
«Si hubiéramos tenido una antes de Génova, podríamos haber evitado algo, porque un delito previsto en el Código Penal actúa como elemento de disuasión», señala Noury.
«Ahora sí tenemos millones de leyes en Italia y otros instrumentos para compensar la falta», dice Matteo Bianchi, de Coisp (el sindicato policial). Pero Noury no cree que sea suficiente.
El padre de Giuliani todavía busca respuestas.
«Tuvimos que iniciar una demanda como último recurso para evaluar cómo ocurrieron realmente las cosas, y no basarse en la imaginación de algún testigo experto», dice.
El proceso por la muerte de su hijo fue desestimado por considerar que el policía actuó en legítima defensa, pues disparó al aire, pero la bala pegó en una piedra que desvío su trayectoria.
«Es lo más absurdo y vergonzoso que pudieron inventar», se queja Giuliani.
Pero hay más elementos para abrir un nuevo caso, nos dice. «Hay dos fotografías que prueban que después del disparo, cuando Carlo estaba tirado en el piso rodeado de policías, uno de ellos lo golpeó en la frente con una piedra», explica.
Además, «hay un vídeo que muestra que poco después, el inspector adjunto corre hacia un manifestante y le grita 'lo has matado con una piedra'. Fue un sórdido intento de tergiversar los hechos», se lamenta.
«El sentido común podría decirnos que ese fue un caso único», observa Noury. «Pero un análisis frío de la situación, nos dice que si se dan las mismas condiciones podría volver a ocurrir».