En la escuela deportiva de Sichahai, en Pekín, más de 600 niños comparten un mismo sueño: llegar a ser olímpicos. La mayoría procede de las zonas rurales de China y han sido reclutados por cazatalentos que recorren el país en busca de pequeños diamantes en bruto, listos para ser pulidos por estrictos entrenadores deportivos. Aquí se formaron muchos de los medallistas de Pekín 2008 y de aquí han salido algunos de los que aspiran a serlo en Londres.
Los niños entran es este tipo de escuelas –hay unas 3.000 en todo el país- a partir de los 6 años. Permanecen en régimen interno hasta que acaban su formación, basada en la disciplina y en entrenamiento diario de más de seis horas, y sin dejar de asistir al colegio.
La directora muestra orgullosa los muchos trofeos y medallas que ha logrado la escuela y que se exhiben en el mismo recinto en el que practican el tenis de mesa decenas de niños. «El mejor legado de los Juegos Olímpicos de Pekín, asegura, ha sido el entusiasmo que despertó el deporte en todos nosotros. Los chinos ahora nos creemos capaces de ser los mejores. Antes no».
Hace cuatro años, el país cumplía con su lema «Un mundo, un sueño» y organizó unos Juegos Olímpicos que asombraron por su extraordinaria organización y poderío. China, a la que muchos consideraban simplemente una exótica nación comunista cerrada al mundo, se reveló como uno de los mejores anfitriones de la historia olímpica y además, como primera potencia deportiva mundial, logró entonces un récord de más de 300 medallas.
El esfuerzo implicó un lavado de cara generalizado de Pekín, su capital. Una ingente inversión en infraestructuras, transporte y mejoras urbanísticas. Se lanzó una campaña para acabar con costumbres que los occidentales podían considerar aberrantes. Se prohibió a los restaurantes, por ejemplo, ofrecer carne de perro, y a la población se le instó a no escupir en público, un arraigado hábito en toda China. Pekín se comportó como el anfitrión que desea mostrar lo mejor a sus invitados.
Amnistía Internacional reclamó a China, también, una nueva política que implicara un respeto a los derechos humanos y que dejaran de ser perseguidos activistas y disidentes. De poco sirvieron, en este caso, las exigencias internacionales. El régimen, cuatro años después, incluso ha extremado sus campañas de acoso y persecución hacia los críticos.
El legado arquitectónico tampoco goza de buena salud. Muchas de las sedes construidas entonces para la cita olímpica hoy languidecen sin uso ni reciben atención, además de ser una carga para las finanzas públicas. Las joyas de la corona fueron dos edificios de impresionante arquitectura: el gran estadio «Nido de pájaro» y el centro acuático «Cubo de agua», descritos por el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Jacques Rogge, como sedes «hermosas» y «sin precedentes».
Aunque el Nido de Pájaro acoge esporádicos partidos de fútbol o competiciones de atletismo, se estima que a su ritmo actual se tardará 30 en amortizar los 3,000 millones de yuanes (350 millones de euros) que costó construirlo. El vecino Cubo de Agua generó pérdidas de casi un millón de euros el pasado año. Y eso a pesar de las ayudas estatales y de los ingresos que genera un parque adyacente construido tras los Juegos para aprovechar su fama.
Otras sedes han tenido mucha peor suerte. Las de kayac y remo, por ejemplo, están prácticamente abandonadas, lo que se explica en parte porque son dos deportes sin demasiada popularidad.
Pero pese a las críticas por el derroche y la mala gestión de las instalaciones en la era post olímpica, la mayoría de los ciudadanos chinos habla con orgullo de aquel acontecimiento que cambió sus vidas hace cuatro años.
El mejor legado que Pekín 2008 dejó a la nación fue despertar el entusiasmo por el deporte a mil trescientos millones de personas, abrir sus ojos al mundo y que el mundo fuera consciente de lo que se avecinaba después y que se ha impuesto como una realidad: la potencia imparable del gigante asiático.
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