Miriam Jama, de un año de edad, nació cuando se declaró la hambruna en Somalia, y no conoce otra vida que la del campamento de refugiados de Badbaado, ubicado a 10 kilómetros de la capital. Débil y visiblemente desnutrida, como el resto de su familia, apenas tiene lo suficiente para comer. Y como casi todas las 400.000 víctimas del hambre que huyeron a la ciudad en busca de ayuda en el momento más álgido de la crisis, Miriam, sus padres y cuatro hermanos, todavía viven en uno de los muchos campamentos para refugiados en las afueras de Mogadiscio. Aquí sobreviven en la miseria, en una pequeña choza de apenas dos metros cuadrados.
La madre de Miriam, Hawa Jama, explica gráficamente, «apenas tenemos lo suficiente para seguir vivos. La hambruna puede haber terminado, pero nosotros seguimos sufriendo hambre Esta mujer nos dice que su familia recibía al mes solo 25 kilos de grano, otros 25 de harina y 10 litros de aceite. Apenas alcanza para alimentar a su familia, de siete miembros. Pero ellos no son los únicos con hambre. Este viernes 20 se cumple un año de que el Programa Mundial de Alimentos (PMA) declaró la hambruna en Somalia, y cientos de miles de refugiados en campamentos, a las afueras de la capital todavía sufren hambre y viven al límite de la desesperación.
La hambruna en este país fue provocada por una sequía que azotó a todo el Cuerno de África, considerada la peor en 60 años, y se vio agravada por la carestía de los alimentos y la inestabilidad en la región. El PMA ha dicho que, aunque ya no hay hambruna en Somalia y las tasas de desnutrición han mejorado considerablemente desde el año pasado, la situación sigue siendo frágil, y ha alertado que los avances podrían revertirse de no mantenerse la ayuda.
La oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados ha informado de que el número de refugiados somalíes supera el millón. Solo el complejo de refugiados de Dadaab, en Kenia, alberga a 570.000 personas, mientras otros 3,8 millones en Somalia siguen en crisis y necesitan asistencia urgentemente, y unos 325.000 niños y niñas presentan desnutrición aguda. La vida en los campamentos es difícil. Los refugiados acusan a los administradores de robar alimentos y de favoritismo a la hora de la distribución. «No me gusta quejarme, pero este es un asunto de vida o muerte para nosotros. Los responsables de administrar nuestro campamento no nos dan toda la ayuda y favorecen a algunas personas», denuncia Mumino Ali, madre de siete hijos y residente del campamento de Savidka. «Se lo decimos a todos los funcionarios extranjeros que vienen a visitarnos, pero no hacen nada».
El agua y el saneamiento también son de mala calidad en los campamentos, y los baños son inadecuados El agua, transportada en camiones, no cumple con los requisitos internacionales de calidad y cantidad, se queja Mohamed Ali, activista local por los derechos humanos. «Creo que lo que hemos logrado desde que fue declarada la hambruna en julio del año pasado es que no mueran más personas. Pero el hambre todavía existe, y no hay programas sistemáticos para ayudar a los refugiados a que se mantengan por sí mismos o sean repatriados»..
La situación alimentaria se agravó después de que las agencias internacionales redujeran sus operaciones cuando la ONU declaró el fin de la hambruna en febrero. Mientras, la Agencia de Administración de Desastres del gobierno somalí, creada especialmente para afrontar la hambruna, fue declarada inefectiva y corrupta. «La agencia no ha sido efectiva en su tarea, y es una de las agencias que le ha fallado a la gente necesitada. La corrupción se ha propagado en todos los órdenes del gobierno, y esta agencia tiene su parte», explica un trabajador local que prefiere mantenerse en el anonimato.
Señala además que había varias «capas de corrupción», desde las agencias internacionales, pasando sus socios locales y funcionarios de gobierno hasta los que administran los campamentos Y se perpetuaí el ciclo del hambre Para sobrevivir, muchos de los refugiados buscan trabajos esporádicos, pero el desempleo ya es alto incluso entre la población general de Mogadiscio, donde una guerra de 20 años ha dejado la economía en ruinas. Muchos niños recorren las calles ofreciendo servicios como lustrabotas o limpiadores de parabrisas, tratando de obtener algún dinero para colaborar con sus familias.
El esposo de Jama es uno de los muchos que fueron a la capital a buscar algún empleo, aunque allí no conoce a nadie y hay pocas posibilidades. Ella y su esposo, exagricultores de subsistencia en la región de Shabelle Media, al norte de Mogadiscio, dicen que preferían que las agencias les ayudaran, a lograr una forma sostenible de ganar ingresos en vez de simplemente darles alimentos. «No quiero depender de las entregas de las agencias de ayuda, que nunca son suficientes aquí. Pero estaría feliz si recibiera apoyo para trabajar, mantener a mi familia y volver a mi aldea», explica Jama, con Miriam descansando en sus brazos.