Mehmed, originario de Baglan, distante 200 kilómetros de Kabul, confiesa que todos están asustados en Ceylanpinar, porque «han caído tres bombas muy cerca». Se trata de una pequeña localidad, situada 800 kilómetros al sudeste de Ankara y que en la actualidad es el sitio más castigado de Turquía por la guerra interna de Siria.
En realidad, Ceylanpinar no es más que el nombre turco para el área norte de la ciudad kurda de Serekaniye. El lado sur, ya en suelo sirio, se llama Ras al Ayn. Salvando las distancias, se puede decir que se trata de la versión local del Berlín dividido, en tiempos de la Guerra Fría, aunque aquí el muro lo ha sustituido la vía del tren flanqueada por alambradas a ambos lados.
Fue esta famosa línea férrea del Oriente Express la que determinó la frontera entre Siria y Turquía en 1921. El precio de conectar Berlín con Bagdad pasaba por dividir a familias kurdas y árabes a ambos lados de la vía. Hoy vivir en la frontera siria implica, además, ser víctima de balas y demás proyectiles «perdidos» desde el otro lado.
Yadigar Arzupinar explica que «no tenía más que tres años» cuando llegó a este lugar, por lo cual «apenas conservo recuerdos de Afganistán». Sea como fuere, este artesano del cuero conoce perfectamente las razones de la existencia de esta inesperada comunidad de casi 2.000 afganos en Ceylanpinar.
«Kenan Evren (general golpista y presidente de Turquía entre 1980 y 1989) visitó Afganistán en 1982. A su vuelta decidió construir 300 casas para nuestras familias y hemos vivido aquí desde entonces», dice Arzupinar, matizando que la falta de oportunidades y sobre todo la guerra a pocos metros de distancia obliga a muchos vecinos a emigrar a Estambul y a Antalya, la meca del turismo playero turco, ubicada 500 kilómetros al sudoeste de Ankara.
Es imposible saber si aquellos que se fueron añorarán este barrio a la entrada norte de Ceylanpinar, una suerte de barracones grises distribuidos entre calles rectilíneas y sin asfaltar.
«¡Que Dios maldiga a aquellos que hacen la guerra!», exclama Gulshan, una mujer de 75 años natural de Kunduz, 230 kilómetros al norte de Kabul. «Dígame, ¿es cierto que Turquía apoya a (la red extremista) Al Qaeda al otro lado de la vía?», pregunta esta anciana de ojos rasgados, suscribiendo un rumor que circula con fuerza en la zona desde hace unos meses.
Verdad o no, lo cierto es que la convivencia en esta ciudad fronteriza está visiblemente afectada por la guerra al otro lado de la vía del tren.
Ismail Arslan, alcalde de Ceylanpinar, dice lamentar «profundamente» la actual coyuntura. «Hemos tenido cuatro muertos y más de 40 heridos hasta el momento. La gente tiene miedo de salir a la calle y, a menudo, damos avisos para que todos se queden en sus casas, pero algunos han resultado heridos incluso dentro de ellas», explica este abogado dirigente del Partido Paz y Democracia, la agrupación dominante entre los kurdos de Turquía.
El alcalde va mucho más allá. «La zona está plagada de extremistas islámicos. Turquía les da apoyo logístico para que atraviesen la frontera e incluso evacúa a sus heridos en ambulancias a hospitales locales», denuncia Arslan. Su objetivo, nos dice, es impedir que los kurdos de Siria consigan controlar su territorio.
Desde el principio de las revueltas, en marzo de 2011, los kurdos de Siria, que suman entre tres y cuatro millones de personas, han mantenido una posición neutral, distanciándose tanto de Damasco como de la oposición, pero enfrentándose a ambos por el control de las zonas donde son mayoría, en el norte del país.
Musa Çeri, gobernador del distrito turco y miembro del gobernante Partido de la Justicia y el Desarrollo, reconoce que Ankara no ve con buenos ojos que la principal minoría de Siria construya una región autónoma en su frontera, similar a la del norte de Iraq. En cualquier caso, niega tajantemente las acusaciones del alcalde.
«Mi gobierno nunca sería capaz de tal cosa», dice el alto representante turco.
A pesar de sus diferencias en un tema tan sensible, tanto Arslan como Çeri coinciden en que los afganos locales son una comunidad tranquila y trabajadora y que, por tanto, el resto de la población nunca ha tenido queja alguna de ellos.
No resulta habitual, pero algunos de ellos incluso se han casado con residentes locales. Emirhan Celikale es prueba tangible de ello. «Mi padre es afgano y mi madre kurda, pero en casa hablamos todos el uzbeko», nos explica este veinteañero.
Precisamente, la comunidad afgana en su totalidad es de etnia uzbeka, el tercer pueblo mayoritario en Afganistán tras pastunes y tayikos. El origen común centroasiático de la lengua turca y la uzbeka hace que ambas sean mutuamente inteligibles, facilitando la integración de este colectivo en el país.
Pero para los habitantes mayores, la añoranza de su tierra natal hace las cosas bastante más difíciles. Como todos los de su generación, Abdullah Önder luce poblada barba blanca y turbante en total sintonía con su «shalwar kamiz», ese conjunto de camisa y pantalón holgados hegemónicos en su región de origen.
Önder recuerda que tenía 27 años cuando llegó a Ceylanpinar, «recién casado». «Vivíamos justo en la frontera de Tayikistán, en una casa preciosa junto a un riachuelo», explica este hombre en la pequeña tienda de alimentación que regenta.
«Abandonamos mi aldea para huir a Helmand», 731 kilómetros al sudoeste de Kabul. «De ahí cruzamos a Irán, donde vivimos un año y medio, para finalmente llegar a esta localidad», detalla. No tiene intención de volver a su tierra natal. «Moriré en Ceylanpinar,» asegura.
«¿Ha visto usted alguna mejora en Afganistán?», pregunta el hombre, justo antes de bajar la persiana de su tienda para el rezo del anochecer.