Un año después, Assad se encuentra en el momento de mayor fortaleza político-militar desde que estallasen en el país las revueltas populares en marzo de 2011. Los éxitos obtenidos en el campo de batalla y la astuta gestión de su renuncia a las armas químicas –lo que ha supuesto que la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) pudiese retirar esos arsenales del país– han permitido al gobierno de Damasco llevar a cabo unas elecciones presidenciales en las que Assad ha logrado un nuevo mandato de siete años. Estos comicios han servido para mejorar su imagen como hombre fuerte entre la población siria y demostrar su disposición para continuar en el poder pese al cruento conflicto que se alarga ya más de cuarenta meses. En este sentido, Hassan Nasrallah, el líder de la milicia chií libanesa Hezbolá y fiel aliado de Assad, aseguró el pasado mes de abril que el régimen sirio ya no corría riesgo de ser derrocado. Por ello, es lógico que el presidente sirio se muestre confiado para el futuro ya que, en sus propias palabras, «la falsamente llamada primavera árabe está muerta, y ni siquiera necesitamos un funeral por ella».
Efectivamente, desde el verano del año pasado, las fuerzas lealistas han logrado repetidas victorias militares, lo que las ha permitido dominar casi por completo la región central del país, dividir la zona controlada por los rebeldes junto a la frontera libanesa y asegurar las vitales comunicaciones entre Damasco y la costa mediterránea. Además, el ejército sirio ha consolidado el centro de la capital y estrecha el cerco a los barrios de la periferia dominados aún por los opositores. Es muy posible que para los próximos meses la estrategia del régimen se focalice en consolidar la región de Qalamoun, donde todavía actúan numerosos grupos armados contrarios a Assad –se estima que allí combaten entre 5.000 y 10.000 insurgentes–, controlar completamente Damasco y estrangular la ciudad norteña de Alepo. Aunque, es muy improbable que el gobierno sea capaz de restaurar su autoridad sobre todo el territorio sirio, en caso de lograr esos objetivos, Assad apuntalaría firmemente su poder, ya que el dominio que los distintos grupos rebeldes ejercen sobre otros lugares del país no supone ninguna amenaza directa para él.
Estos éxitos no habrían sido posibles sin el apoyo proporcionado por los aliados de Assad –Irán y Hezbolá. Sobre todo, la participación de la milicia chií en el conflicto, que se ha hecho más intensa con el paso del tiempo, se muestra como un factor crítico en el campo de batalla. Según fuentes oficiales israelíes, en marzo de 2014, entre 4.000 y 5.000 milicianos de Hezbolá estaban combatiendo en Siria. No obstante, esta participación estaría degradando la capacidad militar de Hezbolá, ya que a medida que ha crecido su implicación en Siria han aumentado exponencialmente las bajas (desde el inicio de la contienda y hasta mediados de julio de 2014, habrían perdido la vida más de 500 milicianos), por lo que estaría empezando a recurrir a reclutas inexpertos y con escasa instrucción.
Asimismo, estas circunstancias reducen la capacidad de Hezbolá para contrarrestar a los rebeldes sirios, en su intento de recuperar el terreno perdido a lo largo de la frontera sirio-libanesa, y, además, mantener la seguridad en sus feudos libaneses, golpeados recurrentemente por los radicales suníes. De igual forma, si quiere evitar abrir un segundo frente en el flanco sur, Nasrallah debe autolimitar su deseo de emprender acciones contra Israel. Frente la operación israelí «Margen Protector» contra la franja de Gaza, llevada a cabo durante buena parte del verano de 2014, Hezbolá no ha llevado a cabo ninguna acción armada en apoyo a los palestinos.
Por otro lado, el gran fraccionamiento de la oposición ha redundado también en beneficio de Assad, ya que las fuerzas opositoras permanecen divididas tanto sobre la estrategia a seguir en el frente como en los objetivos políticos a alcanzar a medio y largo plazo. Además, este fraccionamiento opositor ha facilitado el desarrollo de los grupos salafistas más radicales que, paulatinamente, han adquirido predominancia sobre las facciones más moderadas. Durante los últimos seis meses, estas últimas se han alejado de su objetivo primordial de derrocar a Assad y han tenido que abrir un segundo frente contra el Estado Islámico de Irak y el Levante –también conocido como Estado Islámico o Daesh– el más extremista y brutal de los grupos yihadistas. Bajo la dirección de Abu Bakr Al-Bagdadí, el Estado islámico basa su ideología en la creación de un califato que abarque todos los territorios que alguna vez fueron dominados por el islam.
Desde que en mayo de 2013 rompiera con la red terrorista que aún dirige Aymán Al-Zawahiri, el Estado islámico ha expandido dramáticamente sus actividades, no solo en suelo sirio sino también en el vecino Irak. En este último, en junio de 2014, el Estado Islámico lanzó una ofensiva en la región central de Irak, de mayoría suní, que sorpresivamente tuvo un éxito rotundo, evidenciando de paso la fragilidad del ejército regular iraquí. Semanas después, con las armas capturadas inició una nueva ofensiva, esta vez en el noreste de Siria enfrentándose tanto a milicianos kurdos –peshmergas– como a miembros de otros grupos rebeldes. Incluso, el Frente Al-Nusra, la «franquicia» de Al-Qaeda en Siria, está luchando contra el Daesh.
Ante los avances del Estado islámico en el kurdistán iraquí, con el riesgo real de que perpetrase un genocidio contra las minorías religiosas en aquella zona, el presidente estadounidense, Barack Obama, aprobó a principios de agosto de 2014 la realización de ataques aéreos selectivos sobre posiciones del Estado Islámico en Irak. Esta campaña aérea «limitada», según lo declarado por el gobierno norteamericano, se complementa en estos momentos con operaciones de asistencia humanitaria y el despliegue de asesores militares en apoyo a las fuerzas armadas iraquíes y a los peshmergas. Consciente de que la opinión pública norteamericana no quiere ver a su país involucrado en cuestiones foráneas, después de más de una década de guerras en Irak y Afganistán, y que en el escenario de Oriente Próximo resulta complejo articular el uso apropiado de los instrumentos militares, Obama se muestra remiso a implicarse más profundamente en los asuntos regionales. Por esta causa, lo normal es que Estados Unidos incremente su presencia en Irak, y no es descartable que siga utilizando los mismos procedimientos que en Yemen: ataques selectivos con drones, operaciones encubiertas y asesoramiento a las fuerzas de seguridad.
En la actualidad, la actividad del Estado Islámico plantea el interrogante de cómo este grupo puede combatir sin interrupción, durante meses y en zonas de operaciones apartadas, pero sin perder aparentemente su capacidad operativa. En los próximos meses, se comprobará si la organización está sobre extendida estratégica y operacionalmente, y si la intervención militar lanzada por Estados Unidos en Irak logra degradar las capacidades del Estado Islámico, o tendrá que ser ampliada a Siria –en donde en realidad se encuentra el centro de operaciones de Bagdadí–.
En cualquier caso, la ofensiva de los yihadistas en Irak debe observarse como la evolución lógica de la pugna histórica entre los dos credos mayoritarios del islam, sunismo y chiismo, que ha sido alimentada por el carácter sectario de la guerra en Siria. El resultado es que la situación actual iraquí se desliza hacia un idéntico destino que el sirio: violento fraccionamiento social y político, desastre humanitario y desintegración del Estado. El nombramiento de Haider Al-Abadi, como nuevo primer ministro de Irak, en sustitución de Nouri Al-Maliki, a mediados de agosto, debe interpretarse como un intento de detener esas dinámicas destructivas.
También el Líbano padece el desbordamiento de la violencia que se produce en Siria, ya que el incremento del radicalismo y la llegada masiva de refugiados sirios favorecen las tensiones sectarias entre comunidades. La creciente intervención de Hezbolá –pieza fundamental del engranaje institucional del país– en el conflicto sirio lastra la formación de un Gobierno de unidad nacional, empujando al país a una profunda crisis de gobierno. Desde que en mayo de 2014, finalizase el mandato del presidente Michel Suleiman, el parlamento libanés ha sido incapaz de designar su sustituto para el cargo. Así, el apoyo chií al régimen de Assad se ha traducido en la deslegitimación de su posición política y militar y ha exacerbado las tensiones religiosas en el país.
Como consecuencia, en los últimos meses, Líbano ha sido golpeado repetidamente por incidentes violentos. En una muestra inequívoca del deterioro de la situación en el país, el pasado 2 de agosto, miembros del Estado Islámico, provenientes de Siria, tomaron la ciudad libanesa de Arsal. Los consiguientes enfrentamientos con el ejército libanes causaron decenas de muertos y heridos. Tal y como ha señalado el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Libanesas, General Jean Kahwaji, los insurgentes yihadistas planeaban convertir al Líbano en otro Irak, desatando la guerra sectaria entre suníes y chiíes lo que habría puesto en peligro la existencia misma de la nación.
En este contexto, las iniciativas internacionales para lograr una solución negociada al conflicto sirio, fundamentalmente a través de las llamadas conversaciones de Ginebra, se encuentran paralizadas. El fracaso de los esfuerzos negociadores quedó de manifiesto con la renuncia a su puesto, a mediados de mayo de 2014, del anterior enviado especial de la ONU para Siria, Lajdar Brahimi. El 10 de julio, las Naciones Unidas designaron al diplomático Staffan de Mistura como su nuevo enviado especial, aunque dada la situación actual, las expectativas para alcanzar al menos un alto el fuego no son nada halagüeñas.
Mientras tanto, la población civil siria es la que está sufriendo las consecuencias de la brutalidad y crueldad de la guerra. Según un informe de la ONU, hasta julio de 2014, el conflicto en Siria, había causado la muerte a más de 191.000 personas y heridas a unas 680.000. Más de 9,3 millones de sirios necesitan ayuda en el interior del país, incluyendo al menos 6,5 millones desplazados internos. Además, tres millones de sirios se han refugiado en los países vecinos. En total, casi la mitad de la población con la que contaba el país antes de la guerra se ha visto obligada a huir de sus hogares.
En conclusión, hace tiempo que la guerra siria dejó de ser una «simple» contienda civil. La incorporación de nuevos actores y factores, junto al desbordamiento de la violencia sectaria, que ya alcanza a los países vecinos, conforman un escenario en el que la guerra ha adquirido su actual formato regional. Los conflictos en Siria, Líbano e Irak se encuentran tan interrelacionados que no es posible discernir una solución independiente para alguno de ellos.
Paradójicamente, los cambios expuestos han convertido a Assad y sus aliados en unos improvisados «socios» de Occidente. Hoy, alarmada por la actividad de los grupos islamistas radicales, la mayor parte de la comunidad internacional ya no contempla la caída de Assad como una cuestión fundamental para terminar con el conflicto. Como ha señalado el senador estadounidense John McCain «es obvio que la estrategia de Bashar Al-Assad es presentarse con una disyuntiva entre el Ejército Islámico de Irak y el Levante o él por lo que finalmente le elegiríamos». Muy deteriorada está la situación regional si se trata de elegir entre esas dos alternativas.
*Mario Laborie es Coronel del Ejército de Tierra y analista en seguridad internacional
Editado por: Grupo de Estudios en Seguridad Internacional (GESI). Universidad de Granada. Lugar de edición: Granada (España)