Los resultados obtenidos por el Frente Nacional de Marine Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas confirman la fuerte tendencia ascendente de la extrema derecha de ese país en la última década. Según un sondeo de TNS Sofres, un 31% de los franceses comparten sus ideas y crece el apoyo que recibe entre los menores de 35 años. El lepenismo sabe que puede aspirar ya a convertirse no solo en un potente partido de oposición, mucho más cohesionado que la amalgama de grupos de la derecha clásica, sino en un actor muy influyente en la política francesa.
El auge de la derecha radical se produce en un país que lidera, junto con Alemania, la Unión Europea. El fenómeno afecta, por tanto, al rumbo político y económico del continente, más aún cuando el éxito de las tesis de la extrema derecha avanza desde hace años en otros países como Holanda, Bélgica, Dinamarca, Austria, Suecia y Finlandia. Habría que añadir también a la lista a Grecia, Gran Bretaña, Italia, Hungría y, fuera de la Unión, a Suiza.
¿Qué características tiene este movimiento que gana adeptos día a día? Una de sus obsesiones ha sido en los últimos años convencer a la opinión pública de su ruptura con el modelo autoritario y violento de los fascismos de los años 30 y 40, la «desdiabolización», como se llama en Francia a este proceso. En parte, lo han logrado, a la vista de los resultados electorales que les han colocado en varios parlamentos nacionales – el último, el finlandés, donde son la tercera fuerza- e, incluso, en gobiernos como el holandés, donde su influencia ha llegado hasta el punto de hacer caer al ejecutivo.
Esta nueva extrema derecha europea ya no cuestiona, de momento, el patrón del sistema democrático, sino que se presenta como la depositaria de un nuevo patriotismo basado en la defensa del Estado del bienestar, reservado sólo para consumo de los nacionales, lo que se ha llamado el «Welfare Chauvinism». Han dejado atrás el lenguaje de la revolución fascista para pasarse al de las «reformas», con el objetivo – dicen – de garantizar un modelo de vida que está en peligro.
La clave de la nueva doctrina populista está en la defensa numantina de la identidad individual y colectiva: en primer lugar, la persona y la nación a la que pertenece, muy por encima de las instituciones y, por supuesto – sostienen – de las élites políticas. Este mensaje egocentrista tiende a identificar en el exterior los males que amenazan su existencia, y deriva hacia formulaciones excluyentes: las uniones supranacionales – la UE -, la globalización económica y la inmigración destruyen la identidad nacional y, por tanto, - defiende la extrema derecha – hay que luchar contra esos fenómenos.
Hoy, la novedad es que el discurso de los ultras conversos está cambiando el perfil tradicional de su clientela: un 40 por ciento de los apoyos que recibe el Frente Nacional provienen de la clase obrera. A ellas hay que añadir a jóvenes y jubilados, que se suman a la tradicional presencia de capas de la clase media y población rural.
Nacionalismo vs. europeísmo
Las causas de la extensión creciente de estas ideas – el 45 por ciento de los votantes de Sarkozy simpatizan con ellas – están relacionadas con problemas de fondo reales que la extrema derecha enarbola para justificar sus tesis. Uno de ellos es la crisis económica, agravada, según ellos, por las políticas ultraliberales y la globalización. Por eso defienden un giro proteccionista que ayudaría, supuestamente, a combatir las altas tasas de paro. El lepenismo reclama recuperar la independencia de la política económica francesa, fuera del euro e incluso de la Unión. Y rechaza el rumbo europeo marcado por Alemania, basado en la contención estricta del déficit público y en una política monetaria restrictiva. Bruselas – afirma Marine Le Pen – «quiere acabar con las fuerzas vivas de Francia». La principal víctima de la espiral de ajustes – dice el populismo radical – es el hombre de la calle.
La cuestión de la identidad nacional es otro de los frentes eternamente conflictivos en la construcción europea. La extrema derecha reivindica las esencias del nacionalismo y niega el principio de la delegación de soberanía a las instituciones europeas y, en consecuencia, cualquier avance, por tímido que sea, hacia una unión política y económica.
Estos nuevos guardianes de la soberanía no sólo reclaman al exterior la devolución de un poder de decisión que consideran intransferible sino que lo hacen también, cada vez más, en la política interior de sus respectivos países. Este es el planteamiento: respetamos la democracia, el dictado de las urnas, pero para que el ciudadano común sea realmente soberano hay que promover referendos o consultas populares sobre algunos asuntos, una especie de instrumento de participación complementario. Lo que subyace en estos sutiles nuevos mecanismos de decisión –en Suiza, un referéndum autorizó en 2010 la expulsión de inmigrantes en determinados supuestos - es una desconfianza hacia las instituciones democráticas, a las que se reprocha estar en manos de políticos que actúan como una clase más cercana a los lobbies que a la ciudadanía. Las imperfecciones del sistema de partidos – déficits democráticos en el interior de las organizaciones, incumplimientos de los mandatos populares expresados en las votaciones, conductas corruptas – siguen dando alas a la extrema derecha.
Inmigración, religión... xenofobia
La aversión a la globalización económica, a la pérdida de soberanía en beneficio de una Unión Europea fuerte y el desprecio a la clase política se completa con un abierto rechazo a la inmigración. «Trabajo en vez de inmigración» rezaba uno de los eslóganes del Partido de la Libertad austriaco. La xenofobia continúa enquistada en el código genético de la derecha extrema. Una de las grandes soluciones que propugna el nuevo populismo es la expulsión de los inmigrantes, en un doble sentido: estrictamente físico – del país – y también social – de los sistemas públicos de asistencia. Ajenos a la evidencia de que los inmigrantes –hoy, 31 millones de personas extracomunitarias- han sido y son una fuerza de trabajo que ha contribuido activamente, - en la mayoría de los casos como mano de obra explotada - , a la construcción del Estado del bienestar europeo, los líderes de la extrema derecha condenan ahora la nueva sociedad multicultural en la que se ha convertido Europa. También aquí peligran sus esencias identitarias. Muchos de ellos asocian, indebidamente, inmigración, delincuencia e islam y achacan a esta religión los problemas de integración de amplios colectivos de inmigrantes en las sociedades europeas. Es la islamofobia.
Un análisis de 2009 del Instituto Gallup sobre integración de la población musulmana en Francia, Alemania y Reino Unido revela lo contrario, que los musulmanes europeos «aceptan las instituciones democráticas, la justicia y los derechos humanos como piedras angulares de sus sociedades». Y que en países como Francia y Alemania, la disposición a la integración de los musulmanes es mucho mayor que sus convecinos nacionales. El estudio desvela el poco éxito de las políticas de integración impulsadas desde los gobiernos, que solo han conseguido que se estabilicen pautas de cierta tolerancia, que significan, como mucho, un «vive y deja vivir», pero no un interés por comprender el entorno cultural del inmigrante. La extrema derecha pesca en esta realidad y aprovecha para socavar la frágil tolerancia. La diversidad cultural – piensan –no es un valor, es un peligro.
Está por ver la estrategia que adoptará el Frente Nacional en un futuro próximo, armado ahora de fuerza y convencido de que acabará gobernando el país. Algunos de sus colegas europeos, como el Partido de la Libertad holandés, ya han disfrutado de las mieles de un gobierno nacional. Pero más allá de si van o no a llegar al poder y que políticas concretas aplicarán, una inquietante realidad se va abriendo paso en Europa: el espíritu de esta extrema derecha influye, se propaga cada vez más. Y empieza a estar presente, con dosis de mayor o menor intensidad, en muchas de las decisiones de los gobiernos, como, por ejemplo, la lenta vuelta a la discriminación de los inmigrantes. O en una incipiente reformulación – sin consultar a la población – del Estado del bienestar, cada vez más cerrado a los no nacionales, una especie de «zona vip» para autóctonos, en línea con la defensa de la «preferencia nacional» que hace la líder del Frente Nacional. Y en la Unión Europea, en el punto de mira del populismo de derechas, se admite ya – aunque sea en casos puntuales – algún postulado fragmentador, como el cierre de fronteras. ¿Hasta dónde llegarán estas «concesiones»?
Es previsible que la extrema derecha continúe creciendo al calor de las políticas de ajuste que castigan a capas cada vez más amplias y diversas de la población. El lenguaje de la política económica única se mueve como una apisonadora y debilita la política, dejando a un lado la necesidad urgente de una pedagogía que ponga en primer término, de nuevo, los valores democráticos. Ya se sabe que los salvadores de la «gente común» tienen otra fórmula.