Hablamos con Claus Offe, profesor de Sociología Política en la Hertie School of Governance de Berlín. Ha sido profesor de Ciencias Políticas y Sociología Política en las universidades de Bielefeld y Bremen, así como en la Universidad Humboldt de Berlín entre otras instituciones.
Europa ha tenido un difícil comienzo de 2015. La crisis de la eurozona vuelve a la agenda, se está gestando una guerra en la frontera y los ciudadanos de todo el continente europeo parecen cada vez más desencantados con los sistemas políticos, lo que está llevando a la aparición de diferentes formas de populismo. ¿Cómo ve usted la salud de la democracia europea?
Claus Offe - Todo el mundo está de acuerdo estos días en que las cosas no van bien en Europa. ¿Tienen estos problemas un origen común? Yo creo que sí, aunque a un nivel muy abstracto. Las causas de la guerra en Ucrania, la crisis de la eurozona y el surgimiento del populismo provienen de la falta de mecanismos institucionales justos y eficaces de intermediación política, resolución de conflictos y gestión de crisis. Cuando se dispone de este tipo de mecanismos institucionales, se inculca en los agentes políticos «de elite» y «de masas» la capacidad de anticipar crisis, de buscar modos de conciliar los conflictos y estar atentos a los principales riesgos, incertidumbres y peligros relacionados con configuraciones políticas, económicas y militares. Cuando no se dispone de estos mecanismos o no son lo suficientemente efectivos, la política se lastra con mentiras piadosas, exigencias arrogantes y posiciones no negociables y demás patologías políticas derivadas de la búsqueda irresponsable y miope de objetivos unilaterales sin considerar la realidad.
Ilustrando con un ejemplo: decenas de estudiosos y políticos predijeron que la instauración del euro en un área monetaria altamente heterogénea sería una aventura arriesgada a menos que dicha estrategia estuviese arropada por una unión política de fuertes capacidades fiscales. Sin embargo, esto último todavía no se ha realizado. Del mismo modo, las «revoluciones de colores» que tuvieron lugar en la parte oriental de la UE en la década de 2000, las señales que enviaba la evolución de la Política Europea de Vecindad, las divisiones económicas, políticas, territoriales y culturales que se manifestaban en Ucrania (así como en las repúblicas de Moldavia y el Cáucaso) y el evidente y agresivo «nacionalismo étnico» (Georgia, 2006) de un régimen ruso que confiaba en la arcaica sacralización del territorio (Crimea 2014, en lugar de los convenios internacionales) debería haber provocado la creación de mecanismos institucionales preventivos, la oportunidad de negociar con términos aceptables.
En cuanto a la «salud democrática» europea, la post-democracia se ha interpuesto como un obstáculo entre el ámbito de los políticos (con sus movilizaciones y protestas, espectáculos y moralina, pero también con legítimas exigencias) y las políticas a nivel nacional, en las que la elite tecnócrata europea regula la vida de los ciudadanos según los parámetros impuestos por los mercados. El puente democrático entre estos dos extremos (las instituciones que permiten la negociación entre ellos, así como la participación y representación de los grupos implicados y la construcción de alianzas y grupos de oposición) es totalmente inoperante, y cada vez más a medida que se crean nuevas normas que violan la justicia social y económica.
En su nuevo libro «Europa Acorralada» usted analiza algunos de los problemas más acuciantes de la integración europea. ¿Cuáles cree que son los mayores problemas?
C.O. - En pocas palabras: la UE en general y la zona euro en particular, son alarmantemente incapaces de hacer frente a los problemas que su integración ha traído consigo. Al mismo tiempo, la marcha atrás, la vuelta a un sistema de estados europeos (supuestamente) autónomos y soberanos no es sólo terrorífico mirando las bases normativas; es, en mi opinión, algo que simplemente (y afortunadamente) no va a suceder, aún con toda la retórica de «Grexit» y «Brexit». De esta forma, la UE se encuentra suspendida en una situación complicada en la que falta capacidad de gobierno, sin un horizonte establecido ni empuje político para avanzar.
Al mismo tiempo, y como el euro y la deuda de la crisis actual demuestran más allá de toda duda razonable, la condición institucional actual de la Unión Europea con su deficiente capacidad política es insostenible. Es a esta configuración de (im) posibilidades a la que mi «trampa» metafórica se refiere. Incluso se podría argumentar, en un tono más optimista, que aquello que solía ser el sueño utópico de algunos europeístas (la construcción de una «República Europea» en un futuro lejano) se ha transformado bajo el impacto de la crisis financiera, fiscal, económica y las crisis institucionales, en una necesidad urgente dictada por la emergencia.
En la UE de 2015, la mayor brecha es la que separa a los ganadores y perdedores de la moneda común, el «núcleo» y la «periferia». El núcleo parece dictar los términos en los que la periferia debe ser ayudada, mientras crecen las fuerzas políticas de la periferia que ven como están siendo obligados a respetar las normas y acuerdos de unos términos que les llevan a un pacto suicida. Los remedios de «austeridad» y «reformas estructurales» que el núcleo le ha administrado han resultado ser venenosos. Parece que ahora las elites políticas de ambos lados sospechan que crear un nuevo equilibrio implicará otra redistribución masiva (entre estados, clases sociales y generaciones), de tal tamaño que empequeñecerá al anterior; el pago de los contribuyentes a los bancos.
Sería de gran ayuda si tuviéramos un sistema de partidos europeos claramente articulado (junto con leyes electorales supranacionales) capaz de procesar el conflicto distributivo, pero aún así ese sistema no es probable que pudiera avanzar mucho a la sombra del propio conflicto. Mientras tanto, el populismo de derechas está surgiendo en todos los países del núcleo; se ha consolidado como un «vetador» electoral, bloqueando toda concesión eurófila por parte de los gobiernos nacionales. Al mismo tiempo, todas las partes coinciden en que cualquier salida de esta trampa requiere de un crecimiento económico anterior. Pero a falta de demanda que pudiera estimular la inversión del sector privado (y con los «frenos de deuda» y restricciones fiscales que impiden la inversión pública a pesar de las políticas monetarias radicales del BCE), las tendencias actuales incitan a dar credibilidad a la hipótesis del «inmovilismo económico»; crece más el PIB per cápita fuera de Europa que dentro.
Con la mirada puesta en el futuro, ¿qué cree que debería cambiar en la política europea? ¿Se podría producir dicho cambio y qué haría falta para llevarlo a cabo?
C.O.- Supongo que no me está pidiendo mi opinión personal, sino posibilidades inherentes a la situación actual. Me temo que no hay muchas, dada la debilidad de la acción política a nivel de la UE y de la zona euro. La idea de que la unión monetaria debe complementarse con una unión política es una teoría ampliamente conocida. Pero la adopción de nuevos Tratados en los que tal unión política se pudiera consagrar requerirá mucho tiempo, y con resultados muy inciertos. El elemento central de una unión «política» sería una entidad dotada de potestad tributaria, capacidad de invertir y de (re) distribuir. Para que eso sucediera, tendría que responder a los mecanismos democráticos, porque «no hay impuestos sin representación». Hay un sinnúmero de propuestas de diseño en relación con lo que podría ser esa UE en términos institucionales. Una de ellas se centra en el Parlamento Europeo, actualizado con un cuerpo legislativo «normalizado», con derecho de iniciativa legislativa y de control sobre un «gobierno» electo. Pero antes de que eso pudiera llegar a ser una realidad, se debería resolver la espinosa cuestión de la «proporcionalidad decreciente» – si se pudiera consensuar cuanto estamos dispuestos a permitir la desviación del sagrado «una persona un voto», etcétera.
Solía suceder que la integración europea se beneficiaba de sus crisis: cuando un camino conducía a un callejón sin salida, las elites políticas europeas adoptaban una política institucional distinta que abría nuevos caminos. Esa tendencia puede haberse convertido en algo del pasado. En su lugar, podemos estar viviendo una situación en la que los avances e innovaciones no salen de un proceso ordenado de soluciones negociadas, sino de actuaciones improvisadas. Estas respuestas son propensas a ser desordenadas, unilaterales, de última hora, con cambios por sorpresa en las líneas de demarcación de las competencias, que son impugnadas y desafiadas. En cualquier caso, parece demasiado pronto como para descartar la integración europea como un mecanismo inequívoco de la integración del mercado neoliberal. Las posibilidades de ese proceso ambivalente no se han agotado todavía.