Desde concretas declaraciones de la Ministra de Empleo y Seguridad Social hace un par de años («temo más a los jueces que a los hombres de negro»), hasta informes y comunicados de la Comisión Europea, la OCDE, el Banco de España o el FMI. A lo que cabrá sumar múltiples artículos firmados por insignes plumas iuslaboralistas, generalmente vinculadas con grandes despachos que habitualmente defienden intereses empresariales. En esta línea, se vuelve una vez más a pronunciar en estos días la CEOE en su Informe sobre Singularidades socioeconómicas del mercado laboral español, en el que está trabajando con el fin de preparar sus propuestas a los partidos políticos para la próxima campaña electoral. En general, se nos acusa de haber forzado la voluntad del legislador, interpretando la Ley en sentido contrario a ésta, lo que, se afirma, genera inseguridad jurídica.
Desde Jueces para la Democracia queremos manifestar, de entrada, que la denominada reforma laboral del 2012 –y las normas posteriores- adolece, al margen de las concretas políticas que implementa, de una deficiente técnica legislativa. Todos los analistas especializados en Derecho del Trabajo –adscritos a distintas escuelas o ideologías- coinciden en esa constatación: se trata –reiteramos que desde la perspectiva de técnica jurídica- de una normativa llena de lagunas y contradicciones. Por no ir muy lejos en nuestro análisis, cabrá referir que uno de los temas más debatidos en los últimos tiempos, como es la regulación de la ultractividad en el caso de inexistencia de convenio sustitutorio, conllevó la siguiente reflexión: «esta situación va a complicar aún más las relaciones laborales, no tanto por un aumento de la conflictividad y la posible pérdida de los derechos de los trabajadores, que también, sino porque es muy probable que se judicialicen más las relaciones empresas-trabajadores», tras la constatación de que la medida adoptada por la actual normativa «no es, en general, la regulación que puede encontrarse en la mayoría de países, ya sean europeos o latinoamericanos». Quién eso afirma no es otro que Jordi García Viña (en su artículo «La pérdida de vigencia del convenio colectivo», publicado en Relaciones Laborales núm. 11/2013), director del Departamento de Relaciones Laborales de la propia CEOE.
Efectivamente ese análisis se ha acabado cumpliendo. La degradación de las condiciones de trabajo a que se ha visto sometida una grandísima parte de la población desde la implantación de las últimas reformas laborales, con la reducción salarial, el aumento del paro, los recortes de todo tipo, el aumento de la desigualdad, nos enfrentan con una realidad en la que cada vez es más difícil hablar de vidas decentes y, por tanto, de una adecuación al mandato constitucional.
El malestar consiguiente de una parte muy significativa de la población comporta una alta judicialización, sin que la planta de jueces y los medios humanos materiales para el funcionamiento de la justicia se hayan incrementado. Bien al contrario, hemos asistido a reducciones exponenciales de la plantilla y de los medios, conllevando el colapso de nuestra jurisdicción y provocando demoras inasumibles para los justiciables, también alejadas del texto constitucional. Si a ello se suma la antes denunciada mala técnica legislativa, nos encontramos ante un panorama ciertamente desolador. Pero del que, obviamente, no somos los jueces responsables, sino una de sus víctimas: que cada palo aguante su vela.
Pese a ello, una parte muy significativa de la carrera judicial ha hecho un esfuerzo ímprobo –especialmente en los órganos unipersonales- para dar respuesta a lo que los ciudadanos nos reclaman legítimamente. Y en esa tesitura es dónde surgen las denuncias a nuestra labor que antes apuntábamos. Buena parte de dichas críticas se han basado en la acusación de que estamos torciendo la voluntad del legislador, especialmente en el enjuiciamiento de los despidos colectivos, de tal forma que estamos poniendo palos en la rueda en esta materia, haciendo interpretaciones forzadas. Pues bien, habrá que aclarar que esa acusación es totalmente insostenible con los datos en la mano. Así, si acudimos a los datos estadísticos en el CENDOJ (accede aquí a los datos) podrá fácilmente comprobarse cómo los Tribunales Superiores de Justicia han dictado a lo largo de los años 2012 a 2014 un total de 237 sentencia sobre despidos colectivos, de las que se han estimado 107 y 130 han sido desestimadas. Por tanto –con los matices que se quiera- puede afirmarse –estadísticas en mano- que un cincuenta y cinco por ciento de las demandas de despido colectivo en ese ámbito han sido desestimadas. En cuanto al TS, hasta la fecha ha dictado 79 sentencias, con 11.900 trabajadores afectados, de las cuales se han declarado ajustados a derecho 31; no ajustadas a derecho 9 y nulos 18.
Pero hay algo más: el ámbito de referencia a estos efectos no puede ser únicamente el de los supuestos litigiosos –por tanto, aquellos casos en los que los representantes de los trabajadores consideran que la extinción es ilícita-, sino el total de despidos de dicha índole que se han efectuado. Y aunque, insólitamente, los datos estadísticos proporcionados por el Ministerio de Empleo y Seguridad Social desde 2012 no incluyen el parámetro de número de despidos colectivos, sino el de trabajadores afectados, haciendo una proyección puede fácilmente llegar a la conclusión de que apenas el 1,2 por ciento del total de extinciones de dicha índole efectuadas en el período de referencia expuesto han tenido una sentencia en la que se declara la nulidad o su condición de no ajustada a derecho. El resto de despidos o no han sido impugnados o han sido validados jurisprudencialmente. Compárese esas cifras con el número de ERES desestimados por la autoridad laboral en el período anterior a la reforma del 2012.
Reiteramos: apenas el 1,2 por ciento. ¿Son esos datos de los que pueda desprenderse una posición ultraproteccionista de los y las jueces de lo social hacia los trabajadores?.
Quizás la reflexión sobre esas críticas tan reiteradas deba situarse en otros parámetros: la mera presión a los magistrados y magistradas para que se decanten a favor de una de las partes, y no, precisamente, la que menos poder contractual tiene.
Ocurre, sin embargo, que ése es un fenómeno que está apareciendo en otros países europeos. Por ejemplo, en el Reino Unido, dónde desde 2013 se han instaurado tasas para el acceso a la jurisdicción social, lo que ha comportado un descenso significativo del número de asuntos judiciales del orden laboral. O en Francia, donde frecuentemente se denuncia por determinados sectores patronales que la acción de los Proud' hommes conlleva un freno a la emprenduría.
Tal vez, al fin, lo que se pretende es eliminar cualquier atisbo de control sobre el poder empresarial, bien sea interno –y la reducción de las competencias de la negociación colectiva y de los organismos de representación en el centro de trabajo que ha conllevado la reforma laboral del 2012 es un buen ejemplo de ello-, bien sea externo; por tanto, el marco de control del jueces y tribunales de lo social y la Autoridad laboral. No es nada nuevo: en definitiva, el famoso contrato único –por tanto, que cualquier persona asalariada pueda ver extinguido el contrato de trabajo sin más, con una indemnización mínima- no es otra cosa que la eliminación de cualquier atisbo de análisis judicial. Y, por otra parte, no deja de ser significativo que, a otra escala, la eliminación de mecanismos de control sobre el poder se esté propiciando también en otras instancias. Sin ir más lejos, el proyecto de Tratado de Libre Comercio entre Europa y Estados Unidos.
Frente a todo ello, desde la Comisión de lo Social de Jueces para la Democracia reivindicamos nuestra función, como jueces/as constitucionales y comunitarios, y nuestra obligación de recordar que hay determinados límites que son indisponibles por el legislador de turno, y ello no en base a un uso alternativo del derecho (como se nos reprocha), sino por elemental y obligado respeto al sistema de fuentes de nuestro marco jurídico constitucional, comunitario e internacional, y en aplicación de los principios de legalidad y de primacía.
Quienes defienden estas ideas esconden una postura clasista que olvida que el paro masivo y recurrente constituye un efecto normal del funcionamiento del capitalismo, y que la lucha contra la segmentación y fragmentación solo puede venir de medidas que regulen e intervengan en el conjunto del sistema. Para evitar esas disfunciones surgió el modelo de Estado Social y Democrático de Derecho.
Quizás ese modelo que algunos preconizan sea posible si así lo deciden en forma expresa los ciudadanos. Pero, eso sí, el poder omnímodo y sin límites en la empresa (y de otras instancias, tan o más poderosas) precisa, en todo caso, un elemento necesario previo: el cambio en nuestro modelo constitucional. Y eso debe decidirlo toda la ciudadanía y no organismos que nadie ha votado.