Kirkuk está situada a unos 230 kilómetros al noroeste de Bagdad, donde kurdos, árabes y turcomanos se disputan la ciudad que hunde sus cimientos sobre una de las mayores reservas de petróleo del mundo. Mientras se espera un referendo sobre el estatus de esta gobernación que se aplaza desde 2007, Kirkuk languidece en una suerte de «limbo» legal mientras se desgarra entre constantes ataques suicidas y asesinatos selectivos.
Shwani, explica, «Kirkuk no es otra cosa que el pozo negro en el que se refleja hoy Iraq». «No hay acuerdo político, ni diálogo, ni confianza entre las distintas comunidades», enumera este integrante del Consejo de Representantes, el parlamento nacional con sede en Bagdad. La ciudad natal de Shwani es una inmensa e informe sucesión de casas de hormigón de las que cuelgan coladas ennegrecidas por el humo que emana de los pozos petroleros. Solo las banderas de color azul turquesa en farolas y balcones rompen la monocromía para recordar que los turcomanos son mayoría en el barrio de Tarik Bagdad.
Arshad al Salihi es líder del Frente Turcomano, la principal coalición de esta minoría, y el único miembro de su nación en el parlamento iraquí. En su oficina explica que «tras la invasión todos esperábamos una mejora en los derechos humanos, pero lo cierto es que hoy nos encontramos noqueados por el sistema», lamenta Al Salihi, para quien «Turquía es el único modelo de democracia en todo Oriente Medio». «Creemos que la guerra civil es inminente y estamos muy asustados. Si la situación acaba por reventar nos pillará en 'tierra de nadie'. Siempre ha sido así», explica en referencia al pueblo turcomano, que tiene raíces turcas.
Quizás el miedo empezase a calar en la población tras las dos condenas a muerte impuestas a Tarik al Hashemi, líder de la coalición que englobaba el voto sunita y vicepresidente del país hasta diciembre de 2011. Fue entonces cuando el propio primer ministro, Nuri al Maliki, lo acusó de «terrorismo», tan solo unas horas después de la retirada oficial de las tropas estadounidenses. No en vano, Al Maliki, de confesión chiita, también es ministro de Interior y de Justicia.
«No somos baazistas»
Desde diciembre pasado, decenas de miles de manifestantes han tomado las calles de Nínive, Ambar y Saladino, las provincias predominantemente sunitas, al oeste y noroeste de Bagdad. A nadie sorprende que las revueltas más importantes desde el conato de «primavera iraquí» de febrero de 2011, se produzcan en las regiones occidentales del país. Eso porque los sunitas en el Iraq post Saddam Hussein –quien gobernó el país entre 1979 y 2003 y fue ahorcado en 2006– observan con estupor cómo se les cierran las puertas del trabajo a la vez que se les abren las de la cárcel.
El gobernador de la provincia de Ambar, al norte del país, Mohammad Qasim Abid manifiesta que «los sunitas en Iraq solo somos mayoría en las prisiones». Las protestas contra el gobierno empezaron a tomar cuerpo en diciembre de 2012, tras el arresto de los guardaespaldas de Rafie al Issawi, prominente líder sunita en el Poder Ejecutivo. Durante el régimen de Saddam Hussein y el partido Baaz, los sunitas tuvieron un papel privilegiado.
Desde Mosul, también al norte, Ganem Alabed, coordinador de las protestas en la capital de la provincia de Nínive, comenta que decenas de miles de manifestantes se congregan cada viernes en la plaza central de Ahrar. «Podríamos ser muchos más si no fuera por el estrecho cordón policial», asegura Alabed. El activista denunció en su momento el asesinato a tiros del manifestante Mohammad Saleh a manos de la policía, hace 10 días. La organización Human Rights Watch corroboró esta muerte con testimonios de manifestantes en el lugar, que le confirmaron también otras agresiones por parte de fuerzas de seguridad. Presuntamente, soldados iraquíes habrían obstaculizado la evacuación de los heridos.
Incidentes similares se encadenan los últimos tres meses por todo el oeste iraquí. El 25 de enero, los soldados mataron a tiros a nueve manifestantes, al abrir fuego sobre una marcha de protesta en Faluya, 60 kilómetros al oeste de Bagdad. El primer ministro iraquí parafrasea al presidente sirio, Bashar al Assad, al denunciar la existencia de «agentes extranjeros» detrás de las manifestaciones. Al igual que su aliado sirio, Al Maliki intenta «aislar el virus». Con ese fin, se cierran las fronteras con Siria y Jordania, limítrofes con las regiones sunitas. E igualmente, se bloquea el acceso a la prensa.
Como resultado, las imágenes de las manifestaciones llegan como las de la vecina Siria: en vídeos grabados desde teléfonos móviles y colocados en Youtube. La sensación de algo «ya visto» empieza a ser recurrente. Hasta comienza a hablarse de un «Ejército Libre Iraquí», en clara imitación del Ejército Libre Sirio, la organización armada que aglutina a la mayoría de los opositores al gobierno de Al Assad.
Las movilizaciones en Kirkuk son mucho más modestas dado el carácter mixto de su población. Sin embargo, ello no ha impedido que el coordinador local de los comités de protesta, Bunyan Al Ubaidi, muriese tiroteado frente a su casa, hace unos días. «Es nuestro primer mártir en esta nueva etapa», lamenta Ahmed al Ubaidi, miembro de la misma tribu que el asesinado y portavoz del Proyecto Común Árabe, la principal coalición política que engloba a 24 organizaciones árabes de Kirkuk.
«Primero sufrimos la invasión de los americanos (estadounidenses) y luego la de Irán. No somos baazistas, pero tampoco queremos vivir bajo un régimen gobernado por políticos leales a Teherán», denuncia este antiguo oficial del ejército de Saddam Hussein. Al Ubaidi niega que las revueltas sean espoleadas por la guerra civil en la vecina Siria e insiste en que las protestas «no reclaman otra cosa que derechos y democracia para todos los iraquíes».
Sin embargo, el veterano activista no vacila a la hora de denunciar el despliegue en la región de Unidad Tigris, un grupo militar compuesto por 60.000 hombres, todos árabes chiitas. «Al Maliki ha desplegado esa unidad en la región con la excusa de garantizar nuestra seguridad, pero su único objetivo es proteger al régimen en caso de que la crisis se agudice», asegura Al Ubaidi. Su resumen de las últimas protestas resulta mucho más gráfico. «Los manifestantes han plantado una palmera y ahora esperan recoger los dátiles».