Shelly Kittleson
Ma'arret An-Nu'man, Siria, (IPS) - Un prisionero maniatado y sucio es guiado hacia el interior de lo que hasta el año pasado se usaba como una escuela. «Un shabiha», dice uno de los rebeldes sirios contrarios al régimen del Bashar al Assad que se encuentran en la habitación. «Lo encontramos hace dos días en un puesto de control».
De la pared, detrás de un escritorio, pende una pizarra con unas pocas palabras árabes escritas en azul.
Llevan al hombre al centro de la sala y lo hacen sentarse sobre la gastada alfombra. Un miembro de la inteligencia del Ejército Libre Sirio (ELS) se para detrás de él, junto con el comandante de una división local de la Brigada Suqour al Sham.
También está presente un combatiente del ELS de poco más de 20 años. Varios hombres armados montan guardia al otro lado de una puerta que conduce a lo que antes fue el patio de la escuela, y que tras los bombardeos del régimen quedó parcialmente reducido a escombros.
La palabra «shabiha» se usa desde hace tiempo en Siria para referirse a las milicias que derivaron de agrupaciones delictivas alauitas en la región de Latakia a comienzos de los años 70, cuando Hafez al Assad, padre del actual mandatario, se convirtió en el primer representante de esa minoría en ser presidente de Siria.
El régimen, que durante mucho tiempo participó con impunidad en contrabando, torturas extrajudiciales, violaciones y asesinatos, esperaba a cambio que las pandillas sirvieran a sus propósitos cuando así lo requiriera. Se culpa a las mismas de algunos de los peores actos de brutalidad perpetrados contra civiles.
Desde el levantamiento de 2011, el término se ha popularizado, y se usa para referirse a las varias organizaciones paramilitares conocidas por cometer masacres y propagar el terror con apoyo del régimen sirio.
El comandante de la brigada local Suqour al Sham, Maher, un extaxista que antes del levantamiento solo había disparado un arma durante su servicio militar obligatorio y que ahora comanda a unos 400 hombres, nos dice que el detenido confesó múltiples asesinatos y violaciones en el área de Hama, a unos 200 kilómetros al norte de Damasco.
Según él, llevó a cabo todas estas acciones con fines de intimidación, para obtener combustible, medicamentos u otros suministros, o por medio de presiones indirectas.
A la periodista se le permite formular algunas preguntas al prisionero
«Mustafá», como se identifica, dice pertenecer a una comunidad de refugiados palestinos cerca de Hama. La pobreza, exacerbada por la guerra, lo empujó a unirse a una milicia irregular vinculada al régimen, explica.
Dice estar casado, tener poco más de 30 años y tres hijos, a los cuales «ya no podía siquiera comprarles pan» tras ser obligado a cerrar su comercio.
Lo entrenaron durante 45 días con otros 50 reclutas palestinos y le dieron un salario cada tres meses cuando empezó a participar en «misiones», relata.
Una vez, él y los otros milicianos que lo acompañaban violaron a la esposa de un hombre que se negó a darles combustible, cuenta. Esta corresponsal no puede asegurar si esta ha sido una confesión hecha bajo presión tras la captura.
También confiesa haber violado en Hama a una farmacéutica que se negó a vender sedantes a la milicia tras darse cuenta de que la receta era falsa.
«Mustafá» dice que le obligaron a participar en violaciones y asesinatos, y que lo forzaron a violar a la esposa de su hermano para lograr que ella persuadiera al marido a unirse a la milicia irregular.
El detenido afirma que había amenazado a la mujer con contarle a su hermano sobre la violación si esta no lo convencía, pero el hombre finalmente se integró al grupo armado.
En este punto, el combatiente del ELS presente escupe indignado al hombre y sale de la habitación.
Cuando le preguntamos qué podría haber pasado si su hermano se hubiera enterado, «Mustafá» calla, aparentemente molesto. El miembro de la inteligencia rebelde responde por él, y dice que el esposo de la mujer la habría matado, que habría sido una cuestión de honor familiar.
El detenido sostiene que no era responsable de sus acciones porque estaba bajo la influencia de fármacos que les daban a los combatientes de la milicia irregular sin su conocimiento.
Tras sacar a «Mustafá» de la habitación, el comandante local de Suqour al Sham nos dice que será juzgado por un tribunal integrado por tres jueces que desertaron del régimen, asistidos por dos asesores religiosos expertos en la shariá.
El tribunal será quien decida, no las brigadas del ELS. Si lo sentencian a pena de muerte, será fusilado.
La justicia es rudimentaria en las áreas controladas por los rebeldes. Muchos de las reclamaciones iniciales del levantamiento fueron contra el sistema judicial de Al Assad, notoriamente corrupto, y muchos dicen que es poco realista esperar que los insurgentes respeten el debido proceso.
Sin embargo, los tribunales locales imparten justicia en cierta medida. Cuatro de los mayores batallones contra el régimen –incluido el gran grupo islamista Ahrar al Sham y la Brigada Suqour al Sham– han comenzado en los últimos tiempos a cooperar con el sector de la justicia en la provincia de Idlib, dice Maher.
Sin embargo, la cooperación se dificulta por el hecho de que Ma'arrat An-Nu'man y el área circundante prácticamente están aislados del mundo. No hay acceso a Internet y tampoco señales de telefonía móvil. Los combatientes hablan a través de «walkie talkies». Casualmente, según un combatiente, en la misma frecuencia que los del régimen.
«A veces decimos cosas solo para asustarles», explica un combatiente de Ahrar al Sham.
«La mayoría de los llamados atentados suicidas en realidad fueron bombas detonadas a distancia», señala.
Su grupo concluyó que hablar de ataques suicidas era una táctica útil para hacer que los reclutas del régimen abandonaran más fácilmente los puestos de control.