Soy un ciudadano indignado. Indignado con mi empresa, con mi ayuntamiento, con mi comunidad autónoma, con mi gobierno... con todos los poderes que llevan tres años (en realidad, muchos más) recortándome el bolsillo, las prestaciones y la poca calidad de vida que tenía antes.
También soy un ciudadano europeo y, por tanto, mi indignación se extiende más allá de Perpignan y de Badajoz, porque he visto y leído como la Unión Europea presentaba a bombo y platillo planes de superación de la crisis financiera en los que no me citaba. Peor aún, no me citaba a mí, como víctima, pero casi tampoco a los bancos y similares, como responsables de que esto se hunda. En sus planes, se repiten las palabras ajuste, austeridad, contención del gasto, recortes presupuestarios, menos salarios, menos pensiones, menos..., menos...
Y con todo este preámbulo que llevo yo amasado en la cabeza habitualmente llega el 1 de mayo y, convencido de que 500 millones de europeos comparten mi indignación, me dispongo a sacarla a la calle, a compartirla con otros indignados como yo, a ver mi indignación reflejada y potenciada en los medios de comunicación, a consolarme con el eco de mi indignación.
Qué va. Además de indignado, soy ingenuo. Las manifestaciones del Día de los Trabajadores han contado con menos trabajadores que otros años, las referencias a Europa han sido mínimas en Europa y en los telediarios y los periódicos la imagen vibrante, colorista y contestataria del 1 de mayo competía con la imagen uniforme, solemne y renegada de la beatificación de Juan Pablo II.
Mi indignación se tornaba en incredulidad. Y como además de ciudadano indignado e ingenuo, soy ciudadano 2.0, rebusco en internet argumentos que me saquen del error, que demuestren que los europeos se rebelan contra los que dirigen Europa, que se indignan ante la búsqueda de competitividad con menos salarios y más impuestos.
Y mi indignación incrédula se convierte en decepción. Nada de grandes titulares reivindicativos, nada de manifestaciones multitudinarias que ilustren la indignación, nada de poner en su sitio a los gobernantes de la UE. La cosa nacional prima sobre la europea y, aunque no deja de ser una cosa y la otra, se pierde la referencia comunitaria en una suma de 27 quejas.
En España, unos pocos cientos de miles de personas han gritado a favor de casi cinco millones de parados; en Francia, la noticia es que la ultraderecha se manifiesta por los trabajadores y por Juana de Arco; en Bélgica no tienen a quien quejarse porque llevan más de un año sin conseguir formar gobierno; en Italia, las banderas rojas las tapaban las de un millón de peregrinos en el Vaticano; en Alemania, la preocupación son los trabajadores del Este que, abiertas este mes las fronteras del mercado laboral europeo, pueden pelear por un empleo en el país que más empleo crea. Sólo en Grecia y Portugal ha habido críticas a la UE. Los griegos sufren las penurias impuestas por el rescate europeo y los portugueses las ven venir.
Indignado, incrédulo, decepcionado y deprimido, recurro a la Confederación Europea de Sindicatos y –oh, sorpresa- en su página web no existe el primero de mayo. Ni comunicados, ni denuncias, ni reivindicaciones, ni quejas globales que den sentido a la histórica fecha, ante esta Unión Europea que se deshace en cumbres, reuniones de alto nivel y planes para coordinar la riqueza de unos y la miseria de otros.
A estas alturas del milenio, posiblemente los símbolos de la protesta no están en las manifestaciones, en las pancartas, en los eslóganes ni en la calle. Lo malo es que tampoco están, en su medida, en ningún sitio. La resignación vence a la indignación.
«El pensamiento productivista, auspiciado por Occidente, ha arrastrado al mundo a una crisis de la que hay que salir a través de una ruptura radical con la escapada hacia delante del siempre más, en el dominio financiero pero también en el de las ciencias y las técnicas. Ya es hora de que la preocupación por la ética, por la justicia, por el equilibrio duradero prevalezcan». ¡Indignaos! Stéphane Hessel.