En Hungría tenemos abierta una experiencia de ese tipo. Desgraciadamente, quizá se trata de un experimento político que ven con interés otras derechas europeas.
El primer ministro Viktor Orban ha vuelto a renovar su mandato en las urnas. Dadas las características de su gobierno, parece difícil creer que pudiera haber sido distinto. Muchos detalles funcionan en Rusia de manera similar, pero Putin resulta más vilipendiado (en la Unión Europea) porque Hungría se sitúa en nuestro lado del inestable limes ucraniano, que es la frontera de la nueva guerra fría (más o menos fría).
Al frente de su partido FIDESZ (Fiatal Demokraták Szövetsége/Magyar Polgári Szövetség), Jóvenes Demócratas/Unión Cívica Húngara, Orban ha obtenido un 44% de los votos, por encima de la heterogénea Alianza Democrática (partidos de izquierda y liberales, con un 26%). Tras ellos, queda el ultraderechista Jobbik (Movimiento por una Hungría Mejor), que alcanza más del 20 por ciento. Orban ha logrado mantener una mayoría parlamentaria superior a los 2/3, que confirma su mano firme, demasiado firme, aliñada con gestos populistas. Es innegable que sigue siendo popular entre los húngaros. Otro problema son las circunstancias en las que se desarrolla su popularidad.
Precedentes políticos
Hay que recordar que Viktor Orban ya fue primer ministro entre 1998 y 2002. Su vuelta al poder, tras su victoria aplastante en 2010, pudo considerarse «normal» dentro del ámbito de la crisis generalizada. Desde 2010, Orban ha girado hacia la imposición de elementos autoritarios sin parar: retorció el brazo del poder judicial mediante varios cambios; creó un nuevo modelo que desnaturaliza la radiotelevisión pública, donde los despidos colectivos del plan de recortes afectaron, sobre todo, a los periodistas incómodos; modeló una nueva forma de administrar el sistema audiovisual público, donde todos los gestores son del FIDESZ. Participé en una misión de la Federación Europea de Periodistas para debatir el asunto en Budapest (2011). Tuvimos un recibimiento cálido hasta que nos negamos a darles la razón a esos administradores de la radiotelevisión pública. El ambiente giró hacia los pequeños gestos hostiles o el silencio glacial.
Orban ha impulsado un recorte de los poderes del Tribunal Constitucional; ha trazado un nuevo dibujo de las circunscripciones electorales para debilitar a la oposición; ha concedido el voto a las minorías históricas húngaras de otros países, al menos medio millón de votantes de remoto origen húngaro que viven en Rumanía, Serbia, República Checa, Eslovaquia, etcétera, desde la ruptura del antiguo Imperio Austro-Húngaro. Tienen, si lo desean, un pasaporte húngaro y han incrementado el censo electoral de Hungría.
La máquina legislativa acelerada de Orban ha producido cientos de nuevas leyes y una Constitución a su medida.
Nacionalismo, populismo y pobreza
Las autoridades europeas han protestado, en ocasiones, y muchos húngaros también. Pero Viktor Orban ha persistido en el mismo rumbo, mientras grupos extremistas o, simplemente, tradicionales coqueteaban con el antisemitismo (Hungría fue fiel aliado de Hitler). Algunos ataques racistas a la población gitana han «ilustrado» el ambiente de los últimos años.
Budapest también ha vivido grandes manifestaciones por la libertad de expresión; pero el país profundo sigue encantado con Orban. Supo tomar algunas medidas contra los abusos más visibles de empresas y bancos, nacionalizó los fondos de pensiones, recortó las facturas del gas. Ahora, los recibos de la energía que pagan los ciudadanos resaltan los descuentos con los mismos colores del FIDESZ.
No obstante, el ámbito de la pobreza abarca a cuatro de los diez millones de habitantes de Hungría. El desempleo ha bajado un 3% en año y medio, pero los sindicatos afirman que se debe al programa de trabajo obligatorio (para parados) que reciben a cambio infrasalarios. También a la emigración de cientos de miles de trabajadores (300.000 es la cifra que encuentro). Las medidas contra los precios del gas (bajada de un 6,5%) y de la electricidad (5,7%) se han tomado pocas fechas antes de la jornada electoral del domingo 6 de abril. Asimismo, las reformas fiscales, con un impuesto porcentual único (16%), favorecen a los más ricos.
Uno de los nuestros
Algunos próximos (ideológicamente) dicen en Bruselas que «es uno de los nuestros», un poco como el nicaragüense Somoza lo era de Estados Unidos en la época de Franklin D. Roosevelt. Incómodo, pero no inútil para el proyecto conservador global.
Orban enfadó en la capital comunitaria cuando comparó a la Unión Europea con la antigua Unión Soviética; pero este nacionalista de modales, es pragmático si hace falta. Y la oposición socialista sigue pagando añejas memorias de corrupción (hace menos de una década) de un antiguo primer ministro acusado de plagio de su diploma. Unas mentiras viejas que el exprimer ministro Ferenc Gyurcsany tuvo la osadía de decir así: «Hemos mentido durante año y medio para mantener secretas las medidas que íbamos a tomar después de la campaña electoral, lo que vamos a hacer de verdad». Aquella izquierda paga -probablemente- su sumisión infantil a las políticas neoconservadoras. Y si Gyurcsany ya no está entre los socialistas, Orban no es el más interesado en aclararlo.
La abstención sube y Orban ha perdido votos (obtuvo el 52,7% en 2010, en las anteriores elecciones); sin embargo, obtiene 133 de 199 escaños. De modo que el «sistema Orban» sigue encandilando a la mayoría. Realimenta sus mitos, finge ser un contrapoder frente al ogro bruselense. El método funciona porque la crítica verdadera se ha refugiado en unas pocas clases urbanas. Como diría un determinado escritor francés, el pensamiento crítico ha sido derrotado.
Secretos del pasado y recristianización
Su obra se traduce también en la entrega de más de medio millar de escuelas municipales (el 10%) a las iglesias católica y protestantes. Orban está aliado con el KDNP (Partido Popular Demócrata-Cristiano), que encabeza un teólogo llamado Zsolt Semjen. Han modificado el sistema de financiación de las iglesias de manera sibilina. Primero, Orban redujo sus ingresos fiscales a la mitad, después ofreció una compensación a las confesiones que el Estado húngaro reconoce. De esa forma son más dependientes del poder y más propicias a avalar su revolución conservadora.
El historiador Krsztian Ungvary (Le Monde, 5 de abril) destaca que Orban -a pesar de su anticomunismo radical- mantiene cerrados bajo llave los archivos de la policía del viejo régimen de la época del Pacto de Varsovia. Según Ungvary, se trata de ocultar «el grado de cooperación de varios altos responsables eclesiásticos con el régimen de Janos Kadar» (dirigente comunista tras la invasión soviética de 1956 hasta casi la caída del muro de Berlín). Esos secretos también pueden ser utilizados, si llega el caso, como posible chantaje político ante las jerarquías religiosas ya que -con alguna excepción notable, como el cardenal Joszsef Midnszenty (antinazi primero, anticomunista después)- esas jerarquías se adaptaron a los oprobiosos regímenes del pasado.
Sin embargo, un 45,4% de los húngaros se declara «sin confesión», rechaza hacer constar sus creencias o se dice sencillamente ateo (una minoría). Ese porcentaje se concreta en la escuelas, donde se obliga a optar entre las asignaturas de Ética y Religión. Un 48% opta por la primera opción, un 52% por la segunda.
Desde luego, Orban ha vuelto a ganar las elecciones, aunque no haya logrado evitar la bajada de un 7 por ciento en el porcentaje de votos favorables. Sigue contando con la debilidad de la oposición húngara, con la depresión de la inteligencia crítica y con una débil respuesta europea ante sus periódicos excesos.