Los franceses se preparan para la gran misa del republicanismo hexagonal. Cada cinco años – hasta 2002 era cada siete -, nuestros vecinos del norte acuden a las urnas con la renovada ilusión de poner al frente del Estado a un hombre que resuelva todos sus males, de los económicos hasta los morales. Y es que los franceses son muy laicos, pero también muy creyentes.
Su religión republicana nació en 1789 y sus apóstoles se han ido sucediendo desde Danton, Mirabeau o Robespierre - durante los agitados días de la Revolución -, hasta De Gaulle, jefe de la Francia que resistió a la pesadilla nazi y padre, luego, de la Quinta República, el marco constitucional, que desde 1958 hasta hoy, concentra en la figura del presidente la mayoría de los poderes de un Estado ya en sí sumamente centralizado, sobre todo, si lo comparamos con Alemania o con España.
Muchos observadores calificaban el régimen político francés como una especie de monarquía republicana, porque el presidente, una vez superada la prueba de la elección, se encerraba en el Elíseo, delegaba en su primer ministro y se concentraba en dos asuntos, los más vistosos y menos arriesgados: gestionar la grandeur, es decir, el lugar de Francia en el mundo; y viajar regularmente a las provincias para dar apretones de manos, estar cerca del pueblo, escuchar sus problemas y, de vuelta en Palacio, encargar las soluciones al primer ministro.
Todos los ocupantes del Elíseo desde 1958 hasta 2007 - De Gaulle, Pompidou, D'Estaing, Miterrand y Chirac – se adaptaron perfectamente a ese molde y contribuyeron a reforzarlo hasta que, hace cinco años, Nicolas Sarkozy llegó al Elíseo como elefante en cacharrería, dispuesto a romper con todo lo anterior, en el fondo y en la formas. Además de capitán quiso ser el timonel del Gobierno, haciendo de François Fillon, un primer ministro casi invisible. En una muestra de apertura, fichó a políticos de izquierdas, como Bernard Kouchner, y a nombres de la vida social como Martin Hirsch, entonces presidente de Emmaüs, una respetada organización caritativa.
En el plano internacional, Sarkozy buscó la reconciliación con Estados Unidos tras el «no» a la guerra en Irak de Chirac y volvió al mando militar de la OTAN; rescató enfermeras búlgaras en Libia y azafatas españolas en Chad; medió para frenar una guerra entre Rusia y Georgia y hasta anunció una «refundación del capitalismo», en los días negros de la crisis financiera de 2008. Era Sarkozy I el Rompedor en pleno apogeo.
Sin embargo y para la estupefacción de los franceses la ruptura no se quedó ahí: divorcio y boda exprés con una extop-model, enfrentamiento chabacano con un agricultor que se negó a darle la mano «porque me ensucias», dijo, a lo que el presidente respondió «pues quítate de en medio, gilipollas». Los franceses no le han perdonado lo que para muchos ha sido una deshonra de la función presidencial y por eso François Hollande se presenta a sus compatriotas como un «presidente normal». Lo pudimos ver en el debate entre ambos, el miércoles 2 de mayo, cuando Hollande volvió a reivindicar la normalidad frente a los excesos de un Sarkozy que le respondió, «señor Hollande, su normalidad no está a la altura de la realidad».
Sarkozy y Hollande representan dos proyectos políticos diferentes pero también dos visiones opuestas de lo que debe ser un presidente y, según los últimos sondeos, – que dan entre cinco y siete puntos de ventaja a Hollande – los franceses se decantan por el modelo de presidente «normal». Pero las malas expectativas de Sarkozy de cara al domingo no se pueden achacar solo a cuestiones de estilo, porque está el peso de su gestión, que también influye en el juicio al que estos días le someten los franceses: aumento del paro, encarecimiento de la electricidad, los carburantes, subida del IVA, etc. En su defensa, Sarkozy repite que Francia está resistiendo al temporal de la crisis mejor que sus vecinos del sur, y no escatima en referencias a España y a la herencia del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero.
Independientemente de sensibilidades más o menos afectadas por las alusiones directas, los que no somos franceses observamos con atención esta pugna electoral porque su resultado tendrá necesariamente consecuencias en la manera en la que Europa en su conjunto trata de sobrevivir a la crisis. Sarkozy es, después de Merkel, el principal valedor del tratado de estabilidad financiera. Si gana Hollande, ha anunciado que obligará a renegociarlo para incluir medidas que impulsen el crecimiento porque, si no es así, bloqueará su ratificación en Francia. En los últimos días, Sarkozy también anunció que, si gana, pedirá al Banco Central Europeo que además de vigilar la estabilidad económica también promueva el crecimiento. Sólo nos queda esperar al domingo para saber, primero, cuál es la decisión definitiva de los franceses, y comprobar, después, el verdadero efecto de la elección en actual modelo económico europeo.