Hace 3 años, Carlos Carnero, antiguo Embajador especial de la UE, se preguntaba «¿cómo hubieran podido salir adelante el Tratado de Roma, el Acta Única, Maastricht o la moneda única sin un acuerdo entre los conservadores y los socialdemócratas europeístas, desde De Gasperi a Kohl, desde Brandt a González?». Es verdad que no cabía imaginar que la línea divisoria fundamental en Europa se estableciera entre derechas e izquierdas, porque la gran diferencia siempre se ha situado entre europeístas y euroescépticos. Pero con la crisis, otros cleavages más allá de la división original están reforzándose, como el ideológico izquierda-derecha.
Sin duda, la última reunión del Partido Socialista Europeo «Relaunching Europe» apoyando públicamente a Hollande -acompañado de una proliferación de análisis sobre el resurgimiento de la socialdemocracia a nivel europeo- o los últimos grandes meetings del Partido Popular Europeo -donde Rajoy mostró las que serían las primeras líneas de su gobierno- motivan a pensar en esta escenificación ideológica a nivel comunitario.
Pero detrás de los grandes actos de la política europea no siempre se esconde un compromiso real. Y en este caso los socialdemócratas tienen la pelota en su tejado y podrán demostrar si de verdad están dispuestos a crear una Europa diferente. Resulta que la ratificación del Pacto Fiscal requiere dos tercios de los votos parlamentarios en el Bundestag, es decir, que para aprobar este tratado Merkel necesita a los socialdemócratas alemanes. Y aunque ya están exigiendo algunas contraprestaciones a su apoyo, la clave está en la piña que estos puedan hacer con Hollande para reformar la política económica de la UE. Además, si Sarkozy no se adelanta, la ratificación en Francia también dependerá enteramente de Hollande, que puede usar la estrategia para negociar enmiendas, o incluso un nuevo tratado.
Hasta ahora siempre ha dado la sensación de que en Europa no era tan relevante la familia política gobernante, pero señas como el último Pacto Fiscal claramente dirigidas por los conservadores europeos parecen intentar llevar a su terreno la construcción europea, algo que la socialdemocracia no puede ni debe estar dispuesta a aceptar.
Además, siempre había sido tabú meterse públicamente en la política nacional del vecino, hasta ahora, y eso a algunos les podría parecer un ataque a la soberanía nacional, pero debemos admitir que la política europea cada vez nos afecta más y, por tanto, quien tenga el poder en Europa – y por ende, en los Estados Miembros- afecta al resto.
Pero ¿acaso afecta a todos los países? Ya hace unos meses, José Ignacio Torreblanca demostraba en su blog cómo, incluso en España, país que manifiesta tener un consenso en la cuestión, la realidad es que las perspectivas ideológicas entre PP y PSOE sobre Europa son bien contrapuestas. Aunque el hecho de que el PP haya puesto a un moderado y europeísta convencido en el Ministerio de Exteriores parece haber relajado las diferencias.
¿Y por qué Francia y no Europa?
En realidad el problema no tiene porque estar en la politización del debate, sino en el espacio político donde esto ocurre. Decía Diego López Garrido, antiguo Secretario de Estado de la UE, que «las elecciones presidenciales francesas van a ser, más que nunca, unas elecciones europeas». Al parecer, como carecemos de Instituciones Comunes con suficiente fuerza como para acaparar la cuestión europea, ni con suficiente democracia como para que el debate popular se dirija en sus elecciones, a los ciudadanos europeos no les queda más remedio que mirar las elecciones francesas como un sucedáneo de unas verdaderas elecciones europeas todavía inexistentes. De ahí que el resto de líderes también intenten influir.
Pero la política europea deja de ser inter-nacional para convertirse en intra-nacional. Y no debe ser vista como un retroceso o un peligro, sino como una respuesta racional de un proceso político de integración. Porque, a mi humilde parecer, este consenso también ha dificultado una rendición de cuentas a nivel europeo. Y, como dije en alguna ocasión, el incipiente desapego se traduce en el castigo al proyecto europeo en su conjunto en vez de a sus líderes, como sería lo razonable.
Por ello se debe fomentar que este nuevo deseo de debate se lleve a las esferas correctas y no se quede en los países. Por medio de una mayor integración política –con el eje en las Instituciones Europeas, no los Estados- y un sistema más democrático de decisión (y así dejar, entre otras cosas, que las elecciones francesas sean para los franceses). Y proyectos como el Club de Berlín, que considera la elección por sufragio universal directo del Presidente de la Comisión o las listas transnacionales para el Parlamento Europeo, aparentar ir en esa dirección; que ayudarían sobremanera a crear una opinión pública europea (o mejor, dicho una de izquierdas y otra de derechas), y por tanto un deseo mayor de participación.
Muchos dirán que esta nueva división no ayuda, o incluso que están pasándose de la raya. Pero podríamos entender que crear una Europa «unidos en la diversidad» no sólo se refiera al aspecto cultural, sino también al ideológico, como cualquier otro proyecto político y social donde la ciudadanía, y sus contrastes, deberían ser clave en el proceso.