Yo tenía 17 años y quedé fascinada por ese relato breve, un reportaje periodístico que García Márquez había publicado en varias entregas en El Espectador de Bogotá, en 1955, y que en 1970 fue llevado al libro.
El nombre completo era «Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre».
Detrás de la peripecia personal del sobreviviente, en primera persona, García Márquez denunciaba que el naufragio del marino y de otros siete compañeros que murieron, se debió al excesivo contrabando que llevaba el buque destructor «Caldas», de la armada colombiana.
El país estaba por entonces bajo una dictadura militar, así que la denuncia terminó con la clausura del periódico y el primero de los varios exilios del periodista. El último fue en 1997. García Márquez nunca volvió a vivir en Colombia.
De allí, por supuesto, salté a Cien años de soledad, la obra maestra que la misma Editorial Sudamericana le publicó en 1967 y que iba a revolucionar la literatura en español y a influir en la imagen y la configuración cultural que el resto del mundo tendría de América Latina.
Los latinoamericanos caímos rendidos de amor, y de espanto, por la Colombia que García Márquez describió en esa y otras grandes ficciones.
La crueldad de sus guerras, la soledad de sus héroes, las patéticas volteretas de sus políticos y militares, la eternidad de sus dictadores, la ominosa presencia extranjera, el abandono de sus pueblitos rurales, todo tenía el realismo de lo sentido en carne propia y, siendo único, se parecía también a lo que pasaba en tantos rincones de la región.
Pero en la voz de García Márquez adquiría otra dimensión, onírica, exuberante y humorística, que nos transportaba como lectores y nos permitía reflexionar sobre nuestros males hasta con cierta alegría.
Como otros grandes escritores, García Márquez construyó un universo propio, hecho de lugares reales e inventados, de personajes inverosímiles, y de linajes y genealogías.
Sus nombres, como Macondo o Aureliano Buendía, ya forman parte de la memoria colectiva de América Latina, tal como pasó siglos antes con El Quijote.
Devoré todos sus cuentos y novelas, desde La Hojarasca (1955), hasta la epigonal Memoria de mis putas tristes (2004), pasando por las formidables y muy distintas El otoño del patriarca (1975) y El amor en los tiempos del cólera (1985).
Cuando corregía las pruebas de Relato de un náufrago yo todavía no sabía que iba a ser periodista.
Muchos años después, en 2007, viajé a Colombia como tal y tuve oportunidad de conocer la tierra que había vislumbrado a través de los libros de García Márquez, que en 1982 recibió el premio Nobel de Literatura.
Pude ver que la guerra continuaba, impertérrita, cambiando de protagonistas y de centros neurálgicos, pero con igual reguero de sangre y la misma constante del despojo y del abandono.
Desde 2012, las autoridades de Colombia y la principal guerrilla izquierdista de ese país están discutiendo en La Habana cómo poner fin al último medio siglo de guerra.
García Márquez, muerto de cáncer este jueves 17 en México, no llegó a ver a su país en paz. Ojalá los colombianos no tengan que esperar otros 50 años.