«Porque escribo bien», dijo el tipo con satisfacción. Era media tarde y yo estaba en el legendario Café Comercial (de Madrid), leyendo un par de periódicos (de papel, claro). Me llegaba la conversación de la mesa de al lado. Eran dos chicas jóvenes y tres mozos. El joven satisfecho, según aclaró, acababa de encontrar trabajo (a la pieza o por contrato verdadero, no sé). Su tarea: asumir la personalidad de una cantante conocida (pude saber quién) en Facebook y Twitter. Es decir, lo que antes –no sé si ahora también- se llamaba en el mundo literario «un negro»; es decir, quien escribe en la sombra para otro que es quien firma y asume públicamente el texto. Una vez, en un debate de literatos, oí a Antonio de Senillosa reconocer que tenía un negro; pero añadió: «Aunque el mío, al menos, escribe bien».
Pero en ningún momento el tuiteador (o tuiteante) pronunció ese término. Reiteró a sus amigos, eso sí, que le ofrecían el trabajo por ser «experto en redes sociales y buen escritor». No es poco, en los tiempos que corren, cuando las llamadas redes sociales (electrónicas, informáticas) se prestan también –y puede que más que nunca- al empleo en la sombra. Así que hoy se puede sobrevivir bien como ghostwriter (en inglés, escritor fantasma), es decir como «negro» de alguien. Dicen que el término en español viene del siglo XIX y del idioma francés; porque quien firmaba era un négrier (el mismo término que para el traficante de esclavos) y quien trabajaba el texto un nègre (término despectivo que describía a los esclavos).
El caso es que estos imperios inmateriales de nuevo tipo, como Twitter, fingen despojar la realidad (laboral y artística) de sus aspectos más sombríos. Los esclavos asumen su brillante modernidad. Un tal Jack Dorsey creó twitter, el lema follow your interests y la imposición de 140 caracteres para relatar cualquier asunto. No dan para mucho, pero no hay personaje conocido (o hasta importante) que no crea imprescindible estar ahí. Terrible.
Todo se lee rápido en tabletas electrónicas, en las pantallas de ordenadores portátiles o listoteléfonos fulgurantes, en computadoras que parecen inteligentes. Y el nègre al fondo sin que lo sepamos, en su caverna secreta, trabaja para contarnos cómo evoluciona el mundo; aunque quizá no lo firme y cobre una miseria. Vivirá en la precariedad más feroz; pero él está satisfecho consigo mismo. Los derechos de autor (si los hubiera) serán para su négrier (o négrière, en este caso).
Facebook y Twitter siempre llegan antes¿Qué nos dirá el joven satisfecho en Twitter? Intentará, al menos, hacer brillar a su jefa. Querrá hacerla trascendente, impactar, narrar algo en sus mini-relatos. ¿Se pueden narrar las revoluciones árabes en 140 caracteres? Evidentemente no, pero no faltan quienes las explican como si no hubieran sido posibles sin Twitter. Eso forma parte de una excelente campaña comercial (planetaria), apenas superada por el Caralibro de Mark Zuckerberg: consiguió que pareciera que uno de sus usuarios había acabado con Bin Laden. Dijeron: Facebook lo contó antes.
En realidad, el ingenuo vecino del fundador de Al Qaida apenas relató a sus contactos que era de noche, que había un helicóptero por allí, que veía luces inhabituales y ruido de explosiones. ¿Cómo iba a saber él que el objetivo de aquello era Bin Laden? Pero el departamento comercial de Facebook estuvo atento a infiltrar la idea en los medios de comunicación: Caralibro lo contó al instante, dijeron. Y muchos usuarios de Facebook creyeron brillar un poco más. Pero fueron los marines estadounidenses, obedeciendo órdenes y un plan meticuloso, quienes acabaron con Bin Laden. Y los pueblos árabes quienes se echaron a la calle, como otros muchos pueblos a lo largo de la historia.
Si solo se hubiera tratado de Facebook y Twitter, unos cuantos tiranos árabes seguirían en sus puestos, comprando zapatos a sus esposas. No diré que todo es negativo en las llamadas redes sociales, desde luego que no; pero el fetichismo generalizado hacia ellas es tan molesto como la presión social para que las adoremos. Entre mis próximos, hay quien ha dejado de utilizar el teléfono. Todo lo dicen en (a través de) las redes sociales. Y los que dudamos o cuestionamos aún Facebook o Twitter, nos convertimos en personajes evanescentes. Tampoco disponemos de nègre para restituir nuestro ser a la realidad.
Como otras veces, yo ya estoy a punto de traicionarme a mí mismo. Varios (casi) me han convencido de las bondades de Twitter. Pero antes de sumarme a la corriente quiero insistir en otro aspecto: la falta de novedad histórico-literaria de esa propuesta universal de textos breves. En un rápido vistazo a las estanterías de mis libros (de papel) encuentro tres ejemplos más o menos ilustres...
Algunos precursores de Twitter
Recordaré, por ejemplo a Ramón Gómez de la Serna (1888-1963), que llamó a sus textos breves «greguerías». Abro el libro (de papel) editado en Buenos Aires, en 1958. La mayoría de dichas greguerías se contienen en torno a los mágicos 140 caracteres: «No tiene importancia que el cazador mate un pichón, sino que haya matado un vuelo». O bien: «Una cosa que se echa de menos en el mundo y que habrá algún día en las ciudades perfeccionadas es una sala de baños para suicidas». En únicamente 129 caracteres, guau. O pensando (obsesivamente) en los halcones del mundo financiero actual: «El grito más agudo de la noche es del gato que se queja de la indigestión de ratones». Brutal.
De esas estanterías siempre a punto de derrumbarse, entresaco también los «Aforismos» de Georg Christoph Lichtenberg, físico y astrónomo del siglo XVIII, jorobado, alemán, dicen que depravado hijo de un pastor y teólogo protestante. Durante 15 años, escribió sus ocurrencias en forma de breves reflexiones que fueron calificadas por Elías Canetti como «el libro más rico de la literatura universal». Veamos, pensemos en los actuales predicadores de las finanzas (cámbiese la palabra teólogo por Angela Merkel, Cristine Lagarde o Cristóbal Montoro): «La mayoría de los teólogos defiende sus principios no porque estén convencidos de la verdad de los mismos, sino porque alguna vez la han afirmado». Enorme precursor, Lichtenberg, quien –preciso hasta el fin- tuvo una última aventura erótica en su lecho de muerte.
Y como vivió en Inglaterra (y en inglés) citaba verdades como puños de un tal Johnson: «That a tavern chair is a the throne of human felicity» (... que la silla de una taberna es el trono de la felicidad). Saludable. O su descripción de la clase política: «Cuatro diputados orinan contra un carruaje, el carruaje parte y los cuatro siguen orinándose unos a otros». Increíble, en mucho menos de 140 caracteres. En tercer lugar, citaré a un autor que me descubrió un colega del diario parisino Libération (escuela del mejor periodismo de titulares sintéticos). Se trata de Félix Fénéon (1861-1944), periodista, agitador, anarquista ilustrado, quizá un poquillo terrorista: no consiguieron probar su culpabilidad en un atentado en el que la principal víctima fue un amigo suyo que perdió un ojo.
Pendenciero a veces, provocador de café, es universalmente considerado un gran precursor de Twitter. Sus «Nouvelles en trois lignes» son noticias brevísimas escritas en 1906 en el diario Matin (París), que traspasan su apariencia de información de sucesos. Algunas son ácidas o hilarantes. No pocas resultan difícilmente traducibles, por la ausencia de contexto en la actualidad o por el uso del argot: «Les filles de Brest vendaient de l'illusion sous les auspices aussi de l'opium. Chez plusieurs la police saisit pâte et pipes». Otras: «Casados hacía tres meses, los Audouy, de Nantes, se suicidaron con láudano, arsénico y un revolver». La violencia contra las clases más bajas, el maltrato brutal de las mujeres, el alcoholismo callejero, el desprecio de las prostitutas, los suicidios de los pobres y los delirios de los dirigentes, Fénéon lo describía así: «Por haber lapidado un poquito a los gendarmes, tres piadosas damas de Hérissart son multadas por los jueces de Doullens».
Sus breves y titulares se referían a sucesos verdaderos: «Napoleón, campesino de Saint-Nabord (en los Vosgos), se bebió un litro de alcohol; claro que había puesto un poco de fósforo: por eso murió». Pensemos en los autores de los escándalos financieros, en cualquiera: «El señor Cauvin, detenido anteayer, fue liberado. Sus denunciantes exageraban. Sencillamente, fue ingenioso para hacerse con el dinero». El castigo social de los de siempre. «Para evadirse de un manicomio, Madec hirió a un guarda y mató a un enfermo. Doce años de penal en la audiencia de Rouen»
En la lista de los autores de aforismos (ahora precursores de Twitter), anotamos también a otros como Antonio Machado, François de Rouchefoucauld o a Franz Kafka; pero también a los camareros del madrileño bar El Brillante o a los taxistas de Nueva York (ver «Taxi driver wisdom», Chronicle Books, 1996): «We are all born poor», «Trust nobody. You have to get everything on paper». En fin, dejaré este texto largo y me entregaré (quizá) definitivamente a Twitter. Me rindo, pero antes citaré de nuevo (Lichtenberg): «Hoy, en todas partes, se trata de extender el conocimiento; quien sabe si -en algunos siglos- no habrá universidades para restablecer la vieja ignorancia». Vale.