La canción «Satellite», interpretada por Lena, representando a Alemania, ha ganado la 55 edición del Festival de Eurovisión. Por primera vez en la historia del festival, una canción, la española, ha tenido que repetirse porque un espontáneo apareció durante la interpretación de «Algo Pequeñito», de Daniel Diges. España quedó en el puesto 15, la mejor posición de los últimos años.
Es sobre todo un programa de televisión, pero también un escaparate para 120 millones de espectadores. Si en la España de Franco, Eurovisión era un acontecimiento aquí, ahora lo es en la mayoría de los países del Este, que tienen tres minutos de promoción internacional, así que, unos más y otros menos, intentan dar una determinada imagen.
Decía la autora irlandesa Martina Devlin que el festival es como «un atracón de comida basura», que ver una vez al año resulta divertido, «un tesoro oculto de actuaciones cursis, cutres y afeminadas». Pero este año, la parafernalia de coreografías a cual más imposible no ha existido. Ha habido buenas canciones, ritmos pegadizos y baladas ochenteras con cierto nivel. La canción ganadora es un pop con gracia más que aceptable, que juega con el jazz y el hip hop. Nada que reprochar. Curiosa la representación francesa con ritmos africanos, los daneses sonando a ritmo de Police y Abba y las baladas con toques folk de Bélgica o Chipre.
El primer fallo de seguridad en 55 años
Para que no todo esté en los límites de lo convencional, por primera vez, un fallo en la seguridad de la organización ha permitido la aparición de un espontáneo durante la actuación del español Daniel Diges que se unió a la coreografía. El espontáneo es Jaume Marquet, o Jimmy Dump, conocido ya por sus irrupciones en grandes competiciones deportivas. Los servicios de seguridad le sacaron del escenario y fue detenido por la policía. Diges repitió su interpretación al final de la gala.
Quizá ha sido la crisis general o la necesidad de una puesta en escena razonable lo que ha hecho a la mayoría de las representaciones renegar de lo estruendoso y patético sin nada que ver con un festival de canciones. Se supone que Eurovisión es también un icono gay, que este año no se ha dejado ver en el escenario. En las ediciones anteriores, en Moscú y Belgrado, las autoridades advirtieron que no tolerarían exhibiciones del colectivo homosexual. Oslo, la ciudad anfitriona este año, declarada «gayfriendly», ha permitido que todo vuelva a la normalidad sin estridencias.
Y las votaciones siguen siendo divertidas, desde un punto de vista político o sociológico. Este año se aplicaba un sistema mixto de jurado y televoto para evitar el intercambio de puntos entre países vecinos. No ha servido y los 12 puntos han ido de un país del Este a otro, de Grecia a Chipre o de Portugal a España, aunque no a la inversa. Al margen del juego de amistades políticas, ha habido casi unanimidad en los 39 países participantes en votar masivamente a la canción ganadora de Alemania.
Un programa de tv de 26 millones de euros
La televisión noruega NRK ha gastado 26 millones de euros en la organización, mucho pero no tanto como los 32 millones que invirtió Rusia el año pasado para deslumbrar a Europa con un festival apabullante en el que, se dijo, que el Kremlin echó el resto. El experto en el festival Inge Olmo, autor de «Absolut Grand Prix», pedía bromeando que no ganarán Azerbaiyán o Moldavia porque serían incapaces de sufragar los cada vez más desmesurados gastos que supone organizar un evento así, en el que se imponen enormes espacios y lo último en tecnología.
Se dice que Eurovisión no interesa pero en Oslo había dos mil periodistas acreditados y los organizadores aseguran que el año pasado diez millones de personas participaron en las votaciones. La audiencia ronda los 120 millones de personas y las casas de apuestas, sobre todo, en Reino Unido, hacen con el festival uno de los mayores negocios del año. Por cierto, Reino Unido, la cuna del pop, quedó en último lugar. euroXpress