Europa y la corrección política

El pulso que la Unión Europea está manteniendo con el presidente checo, Vaclav Klaus, para ratificar el Tratado de Lisboa pone de relieve la laguna que la legislación comunitaria y, en el futuro, el propio Tratado tiene para frenar a los Estados que vayan en contra de iniciativas decisivas y mayoritarias, es decir, herramientas de sanción o incluso expulsión del club europeo.

En nombre de la democracia y de la soberanía de los pueblos, el presidente checo, un solo hombre, está paralizando la acción de la UE, que repercute directamente en la vida de 500 millones de ciudadanos. La respuesta europea queda encorsetada por la corrección política.

Foto:UE

El presidente checo, Vaclav Klaus, se ha quedado solo frente a 26 países en su oposición al Tratado de Lisboa. En una irritante sucesión de exigencias, mantiene a la Unión Europea en vilo porque de su firma depende que el documento entre en vigor y pueda relanzar una languideciente UE.

La primera lección que se puede extraer es la indefensión europea ante casos como éste. En ese delicado juego de soberanías entre la propia Unión y cada uno de los Estados miembros, nadie se ha atrevido nunca a promover iniciativas que permitan a Bruselas frenar, sancionar o incluso expulsar a un socio, cuando su proyecto político difiere absolutamente del que puedan decidir el resto.

El propio Tratado de Lisboa, ahora boicoteado de forma evidente por el presidente de un solo Estado miembro, prevé la salida voluntaria de un socio disconforme con las políticas de la Unión, pero no la expulsión cuando esa disconformidad se traduce en mecanismos que pueden paralizar la acción del conjunto.

El presidente de la Comisión europea, José Manuel Durao Barroso, acaba de recordar a Klaus que fue él quien, entonces como primer ministro, solicitó y luego firmó la adhesión de la República Checa a la UE. Cinco años después también es él quien impide avanzar a la Unión hacia una nueva arquitectura interna que le dé agilidad y transparencia en la toma de decisiones y visibilidad en la política global.

De ahí, otra lección quizá más profunda y complicada. La ampliación de 2004, y luego de 2007, a los países del centro y el este de Europa se cuestiona hoy con razón por apresurada. La supuesta buena voluntad de la Unión por encajar a terceros en un club democrático, cuando no los intereses de algunos socios por extender su propia área de influencia, aceleró la ampliación a aquéllos que habían sufrido el yugo de la Unión soviética.

Podría ser cierto que había una deuda política con esos países, pero ni ellos estaban preparados desde un punto de vista económico y social, ni la UE para recibirlos sin poner patas arriba todo el entramado interno pensado para un club pequeño y bien avenido. La Unión, que tantas veces hace juegos malabares, para llegar a un objetivo no hizo el necesario examen de europeísmo a quienes tenían por delante todavía un periodo de adaptación democrática y miraban además con más interés a Washington que a Bruselas.

Ahora que hay varios países llamando a las puertas de la Unión, ya se estudia con más detenimiento quién entra, por qué y para qué, pero la idea que prevalece es que esto es un club abierto a nuevos miembros a quienes aportar democracia y asistencia económica. El ejemplo del resistente Klaus lleva a pensar que la corrección política tiene un límite y que la democracia es aceptar la decisión de la mayoría. euroXpress