Los fines de semana otoñales en Alemania son terribles. Frío, hielo y niebla. El mundo se acaba con el cierre de los comercios los sábados, antes a las 14 horas, ahora a las 16. Es tiempo de encerrase en casa y filosofar como decía Heidegger. Con este tiempo, no se puede hacer otra cosa.
Pero los comercios de Berlín, en medio de la crisis y apoyados por el gobierno de la ciudad-estado, intentaron animar algo más la calle y la caja en este tiempo prenavideño. Abrir los domingos como sucede en otros muchos lugares de Europa. Sin embargo el Tribunal Constitucional alemán en una sentencia importante, que ha quedado oscurecida por el referéndum sobre la prohibición de los minaretes en Suiza, ha dictado que, de acuerdo a la tradición religiosa de Adviento, los domingos son días de paz, calma y sosiego; es decir de descanso, no de consumo. Extraña sentencia en un país laico, si bien de mayoría cristiana, católicos en el sur y oeste, protestantes al este, que aunque no hace gala del laicismo como la republicana Francia, subraya con esta sentencia las raíces cristianas de Europa que quedaron fuera del Tratado de Lisboa.
La intervención del Alto Tribunal alemán recuerda la presión de los ultraortodoxos de Israel a favor de la observancia de la pausa del sabbath judío, la paralización total de la vida en aquel país, comercio y transportes, salvo ambulancias en caso de peligro de muerte.
Indirectamente, el reforzamiento de esas raíces cristianas se da también con el polémico referéndum celebrado en Suiza sobre la prohibición de construir minaretes o alminares en las mezquitas. Una decisión, no apoyada por el gobierno federal de Berna, que salió adelante con el 57 por ciento de los votos a favor en la confederación de los cantones tan dada a las consultas populares sobre una amplia variedad de temas, fruto de su tradicional sistema democrático. El resultado ha sorprendido no sólo en Suiza, donde el casi medio millón de musulmanes están bien integrados, sino en el espacio europeo e islámico.
La propuesta del Partido Popular suizo, derechista y xenófobo, que apenas cuenta con un 25 por ciento de seguidores, ha superado en la consulta el 50 por ciento de apoyos. No se trataba, según su propuesta, de ir contra el Islam. Pero un primer análisis tras la consulta indica que los partidos opuestos a la prohibición no se han movilizado en contra lo suficiente frente a los terribles carteles del «no», donde aparecían mujeres con burka y minaretes como missiles. Y, curiosamente, como recogía un estudio publicado en un diario alemán, la clave ha estado en el voto femenino, mayoritario a favor de la prohibición, como respuesta a lo se que entiende como «machismo» islámico. El resultado refleja la «angst», el miedo indefinido expresado por ese término alemán a lo «otro» a lo ajeno.
Los grupos opuestos a la prohibición han protestado inútilmente, a posteriori, preguntando de qué se quejan los suizos de las montañas de los cantones del interior, que no han visto en su vida ni un minarete ni un burka. ¿A qué tienen miedo? Cuando la crisis ataca, cuando la vieja neutralidad ya no tiene sentido ni ventajas, Suiza se encerraría en si misma en una tendencia nacionalista que se observa en muchos lugares de la vieja Europa.
Sea como sea, el Consejo Federal Helvético ha aceptado la votación; no se construirán más minaretes, aunque los cuatro existentes seguirán en pie. Y se podrán levantar mezquitas, sin minaretes. Pero el Consejo recuerda que esta prohibición no es la vía para luchar contra un posible extremismo. Berna subraya que los musulmanes están perfectamente integrados en el país y que seguirá manteniendo estrechas relaciones con los países islámicos. La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas no ha dudado en condenar el resultado del referéndum por discriminatorio y porque puede llevar a un camino de enfrentamiento.
Evidentemente, la decisión suiza de prohibir un minarete en Berna no va a ayudar al diálogo entre civilizaciones, a mejorar la situación de los cristianos coptos en Egipto, por ejemplo.
La discusión sobre los minaretes tiene lugar no sólo en el espacio europeo. En los años 90 se registró una agria discusión en Nazareth, hoy estado de Israel, donde la creciente mayoría islámica, en una ciudad que fue tradicionalmente cristiana, surgida en torno a la Iglesia de la Anunciación, pretendía levantar una mezquita y minaretes más altos que la cúpula de la Iglesia, a unos metros de ese fundamental templo cristiano. En Yemen del Sur, tras la unificación del país, el territorio, anteriormente marxista y laico, su cubrió de mezquitas financiadas, se decía allí, por la vecina Arabia Saudí. En territorios como Afganistán, Arabia Saudí o Irán, no es fácil ser cristiano. Las viejas iglesias de Belén, Nazareth o Jerusalén son anteriores a las mezquitas. Y en muchos lugares de esa región, como Palestina, Jordania y Siria hay tensiones entre musulmanes y cristianos, una minoría cada vez más reducida, y compiten, a veces, los sonidos de las campanas y los rezos del muecín.
En el mundo islámico, la decisión suiza ha tenido eco sobre todo en Turquía, un país que sigue llamando inútilmente a las puertas de la Unión Europea. El primer ministro, Erdogan, ha calificado la votación de fascista, de símbolo de una creciente islamofobia europea. Ankara ha hecho un llamamiento a los musulmanes de todo el mundo para que retiren sus depósitos en los bancos helvéticos. Nada menos.
Las negociaciones entre la Unión Europea y Turquía se alargarán al menos otros diez años y esto provocan una creciente desafección entre la población hacia Europa. En paralelo, el gobierno de Ankara se está erigiendo cada día más en potencia regional, enfriando sus buenos lazos tradicionales con Israel y acercándose a Irán; entendiéndose más y más con su entorno islámico. En los próximos años, la UE, con su no o su sí a Turquía tendrá que definir si es un espacio cristiano cerrado (la Unión termina allí donde termina la cristiandad) o está abierto a otras culturas.
Suiza fue hasta hace poco un territorio rico, hermoso, envidiado en todo el mundo por su alto nivel de vida. Pero la supresión de su famoso secreto bancario y la crisis financiera internacional han alterado las reglas de juego. Y ahora, quizá, ante el miedo, la población dirige su miedo a los «otros» a los que pueden turbar su paz alpina. Y refuerza indirectamente sus raíces cristianas.
Varios analistas han subrayado estos días, ante la entrada en vigor del nuevo Tratado de Lisboa, la falta de músculo mostrado hasta el momento por los 27. Se preguntan si Europa quiere ser algo más que una Suiza cómoda, confortable, sin peso en el mundo globalizado. Y, además, de raíces identitarias cristianas.
Aunque, en paralelo a esta discusión, se registran algunas tendencias ‹laicas» en Europa. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos dio la razón a un particular en su denuncia contra el Estado italiano por la presencia del crucifijo en los colegios públicos. Rápidamente, en España, la Comisión de Educación del Congreso aprobó adherirse a esa prohibición. Pero el presidente Zapatero se ha apresurado a señalar que, de momento, no se tomará ninguna decisión. Es decir, que España no se va a convertir ahora en la reserva laica de Europa, como en los «gloriosos» tiempos del Caudillo lo fuera en lo moral y en lo cristiano. O sea, que los crucifijos seguirán presidiendo las aulas por aquello de la tradición. ¿Cristiana? Daniel Peral para euroXpress