Alemania ha perdido 1,5 millones de habitantes desde el último censo de 2011 y se estima que descenderá de 82,5 millones en 2003 a 66 millones en 2060, cuando Gran Bretaña (si aún existirá entonces como tal), será el país más poblado en la Unión Europea.
A la vez, un estudio encomendado por la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la UE, revela que el 23 por ciento de los varones alemanes piensa que el tamaño ideal de la familia es «cero hijos». Esto, a pesar de los 243.000 millones de euros que el gobierno gasta cada año en subsidios familiares.
El informe del IFO, con su sede en la ciudad alemana de Múnich, también calcula que, sin los inmigrantes, el número de nacimientos anuales sería de solo 400.000, en un país de 82 millones de habitantes. El documento llega a la conclusión de que la disminución de los ingresos y la productividad debido al envejecimiento de la población es una grave amenaza para el futuro próximo.
Esto está sucediendo en el país europeo que acoge el mayor número de inmigrantes, cerca de 10 millones. El año pasado, Alemania aceptó casi 700.000 inmigrantes. Sin embargo, aun con esa política relativamente abierta, su población está destinada a un descenso pronunciado.
A nivel europeo se observa la misma preocupante tendencia. De acuerdo con las proyecciones de población de Eurostat, la agencia de estadísticas de la UE, las estimaciones proyectadas para la población europea «no tienen precedentes en ninguna población humana».
Señala que «mientras que en 1960 había una media de alrededor de tres jóvenes (0-14 años) por cada persona de edad avanzada (65 años o más), en 2060 podría haber más de dos personas adultas mayores por cada joven. En otras palabras, a diferencia del pasado, más abuelos para menos nietos».
A todo esto se debe añadir un documento sobre políticas de migración publicado en 2014 por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), que afirma que «contrariamente a una creencia generalizada, los inmigrantes poco educados tienen una mejor situación fiscal –derivada de la diferencia entre sus contribuciones y los beneficios que reciben- que sus colegas nativos».
«Los inmigrantes que tienen una posición fiscal menos favorable no es debido a una mayor dependencia de las prestaciones sociales, sino al hecho de que a menudo tienen salarios más bajos y por lo tanto un menor aporte contributivo. Los esfuerzos para una mejor integración de los inmigrantes se deben ver como una inversión, no como un coste».
Por su parte, el gobierno británico reconoce que aunque los inmigrantes representan sólo el ocho por ciento de la población, contribuyen con el 10 por ciento al producto interior bruto (PIB) y que si la inmigración cesara, el crecimiento económico de Gran Bretaña sería de cerca de un 0,5 por ciento más bajo durante los próximos dos años.
Ahora bien, lo llamativo es que esos datos interesan principalmente a los expertos, a pesar de que tienen implicaciones políticas fundamentales. No los publican los medios de comunicación y ningún parlamentario –ni hablar de gobiernos- los ha utilizado para proponer reformas.
La sencilla razón es que en todos los países europeos han surgido partidos políticos adversos a la inmigración, por lo general de derechas y contrarios al euro, sobre todo desde la crisis financiera de 2008, lo que ha convertido este tema en un tabú.
Se ha ignorado el análisis del Fondo de Población de las Naciones Unidas que considera que Europa dejará de ser competitiva en pocas décadas, en parte debido a que su población envejecida significará una pesada carga para el sistema social, a menos que abra sus puertas a por lo menos 10 millones de personas.
En lugar de oponerse a los partidos populistas con una campaña basada en los hechos, los gobiernos europeos intentan neutralizarlos incorporando sus reclamaciones.
Después de que el Partido por la Independencia de Gran Bretaña, contrario a los migrantes y al euro, lograse cuatro millones de votos en las elecciones de mayo de este año, el primer ministro, David Cameron, ha emprendido una campaña entre sus colegas europeos exigiendo que se le permita expulsar a los inmigrantes europeos si no encuentran trabajo en el plazo de seis meses, y entre otras cosas, anular sus derechos a los beneficios sociales.
Este es un ejemplo elocuente de la diferencia entre un estadista y un político. Un estadista hace lo que es bueno para su país, aunque le cueste caro.
Cuando Helmut Kohl, canciller alemán entre 1982 y 1998, se mostró partidario de la integración europea y del euro, debió enfrentarse a una opinión pública muy hostil. Para los alemanes, su moneda, el sólido marco, era un símbolo de estabilidad y confianza. La idea de una nueva moneda compartida con pueblos considerados poco responsables revivió memorias de la hiperinflación en la República de Weimar (1919-1933).
Para hacer posible el euro, Kohl decidió aceptar que un no alemán, el holandés WimDuisenberg, fuese el primer presidente del Banco Central Europeo.
Hoy en día, la existencia de Pegida, una organización política alemana de extrema derecha y antiislamista, que cuenta con unos pocos miles de miembros, es suficiente para paralizar a una política, la canciller Angela Merkel, que acabó por oponerse al acuerdo propuesto por la UE para compartir,mediante un sistema de cuotas a los inmigrantes que ingresan a Europa a través del Mediterráneo.
Su posición fue inmediatamente compartida por Francia. Gran Bretaña y Dinamarca pidieron ser excluidos, mientras que en varios estados de Europa central y oriental se registraron campañas de agitación contra los inmigrantes, ¡aunque estos son los países que aportan el grueso de la inmigración interna en Europa!
Pese a que estos datos y proyecciones son accesibles al público, la dura realidad es que Europa marcha hacia el declive, a menos que cambie de política y actúe para aumentar su población.
¿Cuándo despertará la clase política europea y se dará cuenta de que el tiempo se está agotando?