Merkel no se corta. Aunque asusta, hay que agradecerle la sinceridad de haber dicho lo que otros muchos piensan y callan. Sin tapujos, la canciller alemana ha reconocido que cuando Alemania llamaba a los trabajadores extranjeros en los años 60, pensaban que algún día se irían y no ha sido así. Su conclusión es que «el intento de hacer una sociedad multicultural ha fracasado absolutamente.»
Yo, ciudadano observador, creo que tiene razón, pero en esa rotunda ambigüedad confunde los hechos y, sobre todo, a los culpables. Claro que ha fracasado la sociedad multicultural europea, pero realmente ¿alguien la quiso? En los momentos de vacas gordas, se echó mano de la emigración para cubrir unos puestos de trabajo que los distinguidos alemanes, franceses o españoles ya no querían. Mano de obra barata y disciplinada. Cuando la tortilla del empleo dio la vuelta, los inmigrantes ya no salvaban nuestra decadente demografía, se les calificó de delincuentes y chupones del maltrecho estado del bienestar europeo. Y en ésas estamos.
Yo, ciudadano ignorante, me atrevo a hacer ese diagnóstico simplista con sólo mirar a mi alrededor o mirar a Berlín que, a fin de cuentas está aquí al lado con Easyjet. Pero dicen los que saben que detrás de esta declaración de la canciller alemana hay una perspectiva electoral y el deseo de ganar votos con proclamas populistas.
Yo, ciudadano ignorante pero informado, ya escuché eso mismo cuando este verano Sarkozy puso en Orly a cientos de gitanos rumanos con un billete de vuelta a casa o cuando Berlusconi dijo que «menos inmigrantes significa menos crimen». Incluso oí decir en la BBC a una señora de PricewaterhouseCoopers que los extranjeros contratados en empresas de Reino Unido cuestan tres veces más que un residente.
Y yo, ciudadano descreído, no me lo creo. Me creo más que en ningún momento, ningún país europeo ha aplicado políticas que ordenen la inmigración ni fomenten la integración. Todo lo contrario. Merkel lo ha dicho muy claro: «nos sentimos vinculados a los valores cristianos. Quien no acepto esto, no tiene su lugar aquí.» Merkel ha dicho lo que la mitad de los alemanes quería oír, porque los sondeos dicen que el 50% de los alemanes no tolera a los musulmanes.
Yo, ciudadano avergonzado, sentí vergüenza ajena cuando el directivo del Banco Central alemán, Thilo Sarrazin, dijo aquello de que los inmigrantes musulmanes embrutecen al país. Pero, el bruto no era el ex ejecutivo, sino que parece que expresaba una opinión generalizada.
Y yo, ciudadano asombrado, releo con asombro las declaraciones de los dirigentes de la UE y algo no concuerda. Con el asunto de los gitanos y Sarkozy, el presidente de la Comisión europea, José Manuel Durao Barroso, pidió que «no se despertaran fantasmas del pasado. El racismo y la xenofobia no tienen sitio en Europa». Este verano, cuando la OCDE alertaba de que el número de inmigrantes en Europa caía en picado a causa de la crisis económica, la comisaria de Interior, Cecilia Malström, decía: «necesitamos inmigrantes. Nuestra población disminuye y, sin inmigrantes, a la larga, no podremos mantener nuestra sociedad de bienestar». Su colega de Trabajo, Laszlo Andor, pedía a los 27 garantías de formación profesional para los extranjeros porque «los inmigrantes jóvenes son nuestro futuro». Según datos de la oficina estadística europea, Eurostat, en la UE viven más de 20 millones de ciudadanos de terceros países. Su edad media es de 34 años, la de los europeos, más de 41.
Yo, ciudadano deductivo, deduzco entonces que nosotros, viejitos europeos, sí queremos inmigrantes, pero sólo aquellos que sean listos y preparados, dóciles, cristianos, que aprendan nuestro idioma y asuman nuestras costumbres, que ganen poco , gasten mucho y garanticen nuestras pensiones. Olé por los instrumentos políticos de la Unión Europea para apoyar la integración de la inmigración, el empleo y la cohesión social. Olé por los dirigentes políticos de los 27 que utilizan a los inmigrantes como moneda de cambio.
Yo, ciudadano europeo, si fuera inmigrante me iría de Europa. A ver qué pasaba.