Cuando Gabriel García Márquez escribía los reportajes que conforman «Relato de un náufrago» para «El Espectador» de Bogotá, el director del periódico, Gabriel Cano, preguntó al reportero: «¿Eso que está usted escribiendo es novela o es verdad?». García Márquez respondió: «Es novela porque es verdad».
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».
La primera vez que leí a Gabriel García Márquez (1927-2014) fue frente a las pruebas de galera de «Relato de un náufrago» que Editorial Sudamericana se aprestaba a reeditar en Argentina.
Estaba en los talleres de Sudamericana, en el barrio porteño de San Telmo, donde tanto me tocaba corregir una novelita gótica como un clásico de la literatura o una obra de la poeta Alejandra Pizarnik, así de variado era el menú.