No hay duda de que los acuerdos alcanzados este mes acerca de la crisis griega y el programa nuclear iraní son logros importantes, pero se ha tendido a compararlos de manera hiperbólica, impidiendo un debate racional sobre sus implicaciones para Europa, Oriente Próximo y sus perspectivas para la diplomacia internacional.
La violencia instigada por Rusia ha regresado a Ucrania. El Estado Islámico sigue con sus conquistas territoriales bañadas de sangre. A medida que los conflictos y las crisis se intensifican en todo el mundo, desde África hasta Asia, cada vez está más claro que ya no existe un garante del orden -ni un derecho internacional ni tampoco un poder hegemónico global- que los países (y los potenciales constructores de estados) consideren legítimo y creíble.
«Hay que europeizar los Balcanes para evitar la balcanización de Europa». Escribí estas palabras, junto con el politólogo francés Jacques Rupnik, en 1991, justo cuando estallaba la guerra entre los Estados sucesores de Yugoslavia. Los combates iban a durar hasta el fin del decenio, se cobrarían miles de vidas y requerirían la intervención de la OTAN en dos ocasiones (en Bosnia en 1995 y en Servia en 1999).