Como escribe Manuel Vicent, «ha sido la angustia social creada por la crisis, no la moral ciudadana, la que nos ha abierto los ojos ante la basura política».
En el pasado, mientras vivíamos en la gran fiesta de la burbuja irresponsable, cuando se incubaron los grandes escándalos que ahora son enjuiciados, a la gente no le importó mucho que hubiera cierta corrupción política.
En las elecciones municipales de 2011, un 39 por ciento de los candidatos imputados por corrupción en toda España fueron reelegidos, según un informe del colectivo Politikon. Incluso algunos notorios corruptos sostuvieron que «el juicio favorable de los electores» suponía una especie de absolución. Pero la indiferencia ante la corrupción se volvió intolerancia cuando llegó la crisis y comenzaron a aflorar los escándalos.
En octubre de 2004, según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociales, solo un 0,6 por ciento de los encuestados situaba a la corrupción entre sus preocupaciones principales; en octubre de este año, según la misma fuente, el 42,3 por ciento la ubicaba en segundo lugar.
Los ciudadanos han terminado por poner la corrupción en relación directa con la crisis, el despilfarro, el paro, el empobrecimiento, la desigualdad y una manera de hacer política. Luego, muchos han llegado a la conclusión, espoleados por la obscena contemplación de la ostentación e impunidad de los corruptos, que la hace más irritante y provocadora, de que no será posible erradicarla sin un cambio profundo.
No puede extrañar así el éxito creciente de Podemos, el movimiento-partido que propone un cambio radical. Creado en enero, un sondeo publicado el 7 de este mes por el diario El País le atribuye el 25 por ciento de la intención de voto.
Los partidos, aprovechando los defectos de la ley electoral y ciertos vicios de origen, han mediatizado la voluntad de los electores creando con ello una crisis de representación. La legalidad se ha convertido en un burladero de conductas ilegítimas y claramente inmorales.
A menudo la laxitud de las normas, la excesiva duración de los procedimientos penales, los reducidos plazos de prescripción y los más variados artilugios de ingeniería jurídica, convierten en impunes hechos y conductas que lesionan el interés común y son causa de escándalo público.
Con razón dijo recientemente el presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, que «tenemos un modelo de organización criminal que está pensado para el robagallinas, pero no para el gran defraudador, no para los casos como los que estamos viendo ahora donde hay tanta corrupción».
La gente es hoy consciente de la relación entre política y corrupción. Hasta tal punto es así que uno de los efectos más perniciosos de la omnipresencia del fenómeno es que ocupa y condiciona el debate político, debilitando las instituciones que, como el Congreso legislativo y el propio gobierno, deberían centrar su atención en la solución de los problemas de fondo del país.
La política está bloqueada. Los acuerdos se han vuelto inviables porque el país se ha dividido en torno a dos impulsos contrarios y reactivos entre quienes están indignados con la «casta» y buscan una alternativa radical y quienes, asustados ante lo que con razón consideran una amenaza para sus intereses, convierten en prioritaria la ofensiva contra los primeros e intentan convencernos de que luchan contra la corrupción.
En el punto en el que estamos, la corrupción y el descrédito de la clase política no solo tienen que ver con el crecimiento de Podemos, sino que son percibidos como lacras incluso por el estamento empresarial, que considera el fenómeno un obstáculo para la recuperación económica. Así, en una encuesta entre los 500 asistentes al reciente Congreso de la Empresa Familiar, la valoración de la situación política arroja solamente un 1,08 sobre nueve puntos, frente a 1,66 sobre nueve el año pasado.
La democracia no crea los corruptos pero los corruptos terminan corrompiendo la democracia, y la corrupción, entonces, se convierte en un problema estructural, sistémico. Los múltiples abscesos se convierten en gangrena y a partir de ahí, para acabar con la corrupción hay que sanear el sistema mismo.
La lucha contra la corrupción sólo es posible entonces en el contexto más amplio de la regeneración política e institucional. Así parecen entenderlo quienes demandan regeneración y, al no ver voluntad política para ello en los partidos establecidos, declaran la intención de votar a Podemos.
Las medidas planteadas hasta ahora por el gobierno contra la corrupción, además de ser en sí mismas alicortas (también las que plantea el opositor Partido Socialista Obrero Español (PSOE), aunque de manera algo confusa va más lejos que el PP) carecen de profundidad porque prescinden de la necesaria conexión entre corrupción y regeneración política.
Es imposible luchar contra la corrupción con eficacia sin reformar el modelo bipartidista introduciendo democracia interna y sin una reforma profunda de la justicia, como reclaman los jueces y magistrados, que garantice la independencia de la función judicial.
La corrupción política va asociada al ejercicio de poder, sea en Andalucía (PSOE), en Cataluña (Convergencia y Unión), en Valencia (PP) o en el conjunto del país (PP). Por ello, la existencia de instituciones de control, la división real de poderes y la libertad e independencia de los medios de comunicación, son imprescindibles para combatirla.
Aún si admitiéramos que más importante que la regeneración es acabar con la pobreza y el paro, no veo cómo puede conseguirse lo segundo sin resolver lo primero. Está muy extendida la idea de que la crisis económica ha generado una crisis política, pero no es menos cierto lo contrario, de forma que estamos ante qué fue primero, si el huevo o la gallina.
Durante un tiempo, en España se ha querido enfrentar la crisis económica dejando a un lado la crisis política y el resultado ha sido nefasto. Lo estamos viendo ahora. Lo malo es que el presidente del gobierno no lo ve así y cree que la pregonada recuperación económica será el bálsamo de Fierabrás. El resultado está a la vista.