El presidente nicaragüense Daniel Ortega ha invitado a su par de Estados Unidos, Barack Obama, a que incite a los inversores de su país para que se adhieran al proyecto de construir un nuevo canal que uniría las dos costas de América y competiría con el de Panamá, inmerso en una multimillonaria ampliación. Por su parte, cuatro países con costas en el océano Pacífico (Chile, Colombia, Perú y México) han reforzado su alianza, que ya atrae la atención de Costa Rica y Uruguay como observadores, con el interés insólito de España.
El asunto tiene los síntomas de epidemia. Se está instalando tenazmente. El océano Pacífico se ha apoderado de los medios de comunicación y aparece en persistentes declaraciones de políticos y comentaristas. Todo se enmarca en la también imparable fiebre de construcción de esquemas regionales de lo que con candorosa alegría se llama «integración». Calma.
Paradójicamente, al tiempo que se tienen serias dudas de la supervivencia del euro y de la propia Unión Europea (UE) y, por no decirlo también catastróficamente, de la mismísima Europa, se alardean experimentos a los que como carta de presentación se le agrega el pedigrí de inspirarse en el modelo de integración de ese bloque.
Así, por ejemplo, se celebra ahora el medio siglo de existencia de la Unión Africana, admirable idea que desaparece en cuanto una crisis seria se asienta en un dúo o trío de sus componentes. El último «éxito» ha sido el de Mali, apuntalada por la Legión Extranjera de Francia.
Al otro lado de Europa todavía no se ha descifrado qué es la Unión de Euroasia, más allá de una mascarada de la Rusia nostálgica de su pasado soviético para dominar a sus vecinos descarriados. Si a éstos les dieran a eligir libremente entre Moscú o Bruselas, la decisión sería una emigración masiva a la Grande Place. Lo vergonzoso es que el gobierno ruso vende esa idea de «integración», siguiendo el modelo de la UE. Seamos serios.
Entretanto, con cierta resignación y aplicación los países del istmo centroamericano se han puesto mínimamente de acuerdo para firmar un Acuerdo de Asociación con la UE. En esta peculiar carrera han superado a los gigantes de la Comunidad Andina (CAN) y el Mercado Común del Sur (Mercosur). Mientras, en el norte del Atlántico se alza el proyecto de un ambicioso acuerdo de libre comercio (y de inversiones) entre la UE y Estados Unidos, que se hará sentir como un inmenso imán en Canadá y México.
Por lo tanto, si todas las predicciones se cumplen, por las leyes darwinianas de la integración solamente quedará la ampliación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte hacia Europa y la Alianza del Pacifico. Desaparecerán los restos de Mercosur sumido por las rencillas internas y el virus del populismo interior y procedente de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) chavista en declive, y la CAN.
Pero también quedará Brasil, que no se casará con nadie, si no tiene garantizado el liderazgo. ¿Es todo esto «integración» siguiendo la inspiración de la UE?
Conviene aclarar qué (a pesar de todas las dificultades, retos y amenazas) se debe entender como integración en la senda de la UE, y qué simplemente debe ser considerado como cooperación económica e incluso política de diverso grado.
En primer lugar, se debiera asumir la consideración de la tradicional escala que comienza con una zona de libre comercio, sigue con una unión aduanera, se refuerza con un mercado común, y ya en un golpe de audacia se respalda con una unión económica/monetaria, para finalmente en el paroxismo del entusiasmo se sublima en una unión política. Ninguno de los esquemas mencionados supera, ni siquiera en un plano teórico, el rigor del «mercado común».
El Mercosur está zapado de «perforaciones» tarifarias, la CAN ha sido incapaz de presentar un simple frente común al exterior más allá del admirable edificio jurídico, y el ALBA no ha superado la estrategia del trueque y las dádivas (interesadas) de Venezuela.
Ninguno responde al mandato de las cuatro «libertades de movimiento»: bienes, capitales, servicios, y personas. La libre circulación de la fuerza laboral es una quimera, excepcionalmente respetada.
Ahora, el misterio reside en la actuación de la Alianza del Pacífico, apoyada por la necesidad de responder a los retos asiáticos. Obsérvese que es precisamente Estados Unidos el que mayor atención presta al nuevo escenario, como si se tratara de concentrar su flota en un Pearl Harbour seguro. Pero, con el renovado vínculo con Europa, guarda celosamente la ropa mientras nada en las inciertas aguas engañosamente «pacíficas».
Entonces, de estos esquemas el que sigue teniendo la base más sólidamente anclada por la historia, el comercio, las lenguas, el derecho, las migraciones, y el deseo de futuro, es el triángulo formado por Europa, Estados Unidos/Canadá y América Latina.
Es el único bloque que, cimentado por su pasado, puede afrontar el incierto futuro de los retos presentados por otras regiones y coaliciones de países emergentes y continentes sin amalgama. De ahí que el entusiasmo canalero de Nicaragua sea simbólico de un deseo centroamericano de servir de vínculo entre los dos océanos, sin perder de vista la senda hacia el mar Caribe que apunta hacia Europa.
*Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami