El arquitecto de esta política, que cristalizó una lucha iniciada a fines de la década de 1970, es el médico João Augusto Castel-Branco Goulão, presidente del Instituto de droga y toxicodependencia y del Consejo de Administración del Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías. La despenalización del consumo, aunque contó con la oposición de sectores políticos como la derecha, fue posible por un «sentir social favorable, algo que emanó de la sociedad», en la que casi cada familia tenía un familiar o amigo con problemas de abuso, explica Goulão en una entrevista en su despacho de Lisboa.
- Consumir drogas en Portugal continúa prohibido...
João Goulão.-Pero dejó de ser un acto ilícito penalmente, susceptible de ser juzgado en los tribunales y en el ámbito policial. Ya no es objeto de prisión, sino una infracción administrativa, que puede suponer una multa en los tribunales administrativos, denominados «comisiones para la disuasión de la toxicomanía», con autoridad para aplicar estas sanciones y que tienen la particularidad de analizar los casos bajo una óptica de salud para el ciudadano consumidor.
- ¿Cumple la legislación portuguesa los acuerdos internacionales sobre drogas?
J.G.- Cuando concebimos la actual despenalización, el marco que nos colocó el gobierno estaba determinado por las convenciones de la ONU. La despenalización mantiene sanciones en la esfera administrativa, lo que respeta las exigencias de esas convenciones.
- El éxito de esta política es una referencia cada vez mayor en el resto del mundo. ¿Cuándo comenzó?
J.G.- En sus inicios causó curiosidad. Después, como no había resultados para mostrar, el interés decayó, y solo a partir de 2009, con la publicación de un informe internacional, reapareció un enorme interés, que se traduce en frecuentes visitas de políticos, médicos, técnicos y periodistas de todo el mundo. Pero el éxito no es consecuencia solo de la despenalización. Es un conjunto de políticas, tanto en la reducción de la oferta, como de la demanda, y viene motivada por medidas de prevención, de tratamiento, de reducción de daños y de reinserción social.
- ¿Cuál fue la génesis de este proceso?
J.G.- Antes de la revolución democratizadora de 1974, prácticamente no teníamos problemas de drogas. Éramos una sociedad completamente aislada por la dictadura (1926-1974), de todo lo que ocurría en el mundo. Los jóvenes no podían salir del país, excepto cuando eran enviados a la guerra colonial en África (1961-1974) y, por otra parte, no éramos un destino muy atractivo para la juventud de otros países. Mientras otras sociedades fueron aprendiendo paulatinamente a convivir con las drogas, nosotros no tuvimos esa oportunidad. De repente, todo cambió con la revolución. Por un lado, regresaron de África millares de soldados y colonos, muchos de ellos con hábitos de consumo, que trajeron a Portugal toneladas de sustancias. Por otro lado, consumir drogas incluía la idea de libertad y hubo una furia de experimentación generalizada. Trajeron esos productos no para comercializar, sino para dar a los amigos. Pero rápidamente aparecieron organizaciones criminales para explotar este nuevo mercado.
Ignorábamos la diferencia entre las drogas más leves y la heroína, por ejemplo. Las primeras campañas de los años 70 estuvieron destinadas a provocar miedo, se utilizaba eslóganes como «droga, locura, muerte». Todo se complicó con la aparición del VIH/sida en la década siguiente, que transformó el consumo de drogas en el primer problema de los portugueses, con una o más generaciones completamente devastadas por la adicción y por enfermedades adquiridas a través de jeringuillas, una criminalidad asociada muy elevada y una enorme visibilidad pública del fenómeno.
- Al principio las respuestas del Estado eran casi todas policiales.
J.G.- Porque se transformó en un asunto de criminalidad. Las primeras respuestas, la instalación de centros de estudios y profilaxis, no aparecieron en el ámbito de la salud pública, sino entre las competencias del Ministerio de Justicia. Ante esto, surgieron las primeras respuestas privadas, algunas extremadamente lucrativas, con personas que se enriquecieron a costa de este fenómeno. Y los consumidores de droga se convirtieron en víctimas, primero explotadas por los traficantes y luego por los tratamientos.
- ¿Cuándo comenzó el cambio?
J.G.- Entre 1986 y 1987 surgieron los primeros centros del Ministerio de Salud, y a partir de ahí se formó una red nacional para dar respuesta al problema, con los centros de atención a los toxicómanos. En 1997 asumí como director nacional la red de tratamientos. Al año siguiente, con una comisión de 10 peritos realizamos un informe que indicaba las líneas a seguir, en cuanto a políticas de prevención, tratamiento, reducción de daños y reinserción social. Una de nuestras premisas es que el usuario abusivo es un enfermo y no un criminal, es alguien que necesita ayuda. Propusimos entonces despenalizar el consumo. La reforma fue batida en el parlamento en 2000, en ese momento había una mayoría de izquierda que la aprobó pese a la oposición de la derecha. La ley fue promulgada en 2001.
Considerar al usuario un enfermo y no un delincuente tuvo gran eco en la sociedad portuguesa, porque el fenómeno era transversal; era casi imposible encontrar una familia que no tuviese problema con un hijo, un sobrino, un primo, y que sabía que no era un criminal, sino alguien que necesitaba apoyo. Ese sentir social favorable a la despenalización fue algo que surgió de la propia sociedad.
- ¿Cuáles son los logros más significativos?
J.G.- Un acercamiento progresivo de los grupos más desorganizados de consumidores a las estructuras de tratamiento. Antes las personas tenían miedo de aproximarse, por el temor de ser denunciadas a la policía. Hoy vienen espontáneamente y no tienen problemas en identificarse. Se redujo el uso de todas las sustancias ilícitas en las capas más jóvenes de la población. Hubo una drástica caída de drogas inyectables y, como consecuencia, de la transmisión del sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida). También hubo una disminución de la delincuencia asociada a la droga.
- La crisis económica, el desempleo y la falta de futuro para los jóvenes, ¿constituye una preocupación de repunte de las adicciones?
J.G.- Con la crisis aparecieron algunas señales de alarma. Han reaparecido los «consumos de la desesperación». No se busca el placer, sino el alivio de las dificultades mediante las drogas y el alcohol. Muchos de nuestros antiguos pacientes que lograron retomar vidas normales, al conseguir empleo, por ejemplo, están en la primera línea de la fragilidad social. En la medida en que la ola de desempleo sube, ellos son los primeros descartados y, cuando eso ocurre, ven desmoronarse el mundo que estaban construyendo como un castillo de naipes. La recaída aparece con mucha frecuencia en esos casos.