Una falacia común permea en la cobertura informativa de la prensa mundial sobre las negociaciones entre el gobierno griego y sus acreedores. La falacia, que se ilustra en un comentario reciente de Philip Stephens del diario Financial Times, es que «Atenas no logra o no quiere –o las dos– poner en marcha un programa de reforma económica.» Una vez que esta falacia se presenta como un hecho es natural que la cobertura se centre en que nuestro gobierno, en palabras de Stephens, «está desperdiciando la confianza y buena voluntad de sus socios de la eurozona».
No obstante, la realidad de las negociaciones es muy distinta. Nuestro gobierno está dispuesto a aplicar un programa que incluya todas las reformas económicas que señalan los grupos de reflexión económica de Europa. Además, estamos en una posición única para conservar el apoyo del público griego para un programa económico sólido.
Consideremos lo que eso significa: un organismo fiscal independiente; superávits fiscales primarios razonables permanentes; un programa sensato y ambicioso de privatización combinado con un organismo de desarrollo que utilice los activos públicos para crear flujos de inversión; una reforma verdadera de las pensiones que garantice la sostenibilidad a largo plazo del sistema de seguridad social; la liberalización de los mercados de bienes y servicios, etc.
Así pues, si nuestro gobierno está dispuesto a adoptar las reformas que nuestros socios esperan, ¿por qué no han producido las negociaciones un acuerdo? ¿En qué punto están bloqueadas?
El problema es sencillo: los acreedores de Grecia insisten en una austeridad incluso mayor para este año y más adelante –enfoque que impediría la recuperación, obstruiría el crecimiento, agravaría el ciclo deuda-deflación, y al final erosionaría la disponibilidad y capacidad de Grecia para aplicar el programa de reforma que el país necesita con tanta urgencia. Nuestro gobierno no puede aceptar –y no aceptará– un remedio que mostró durante más de cinco años ser peor que la enfermedad.
La insistencia de nuestros acreedores en aplicar una mayor austeridad es sutil y al mismo tiempo firme. Se pone de manifiesto en su exigencia de que Grecia mantenga superávits primarios elevados que no son sostenibles (más del 2% del PIB en 2016 y superiores al 2.5% o incluso al 3% en los años siguientes). Para lograrlo, tendríamos la obligación de aumentar la carga global del impuesto al valor añadido al sector privado, reducir pensiones ya de por sí reducidas en todos los sectores; y compensar las ganancias de la privatización (debido a los precios deprimidos de los activos) con medidas de consolidación fiscal «equivalentes».
La opinión de que Grecia no ha logrado una consolidación fiscal suficiente no solo es falsa, es patentemente absurda. La gráfica (ver abajo) no solo lo muestra sino también explica sucintamente por qué Grecia no ha tenido resultados tan positivos como por ejemplo, España, Portugal, Irlanda o Chipre desde la crisis financiera de 2008. En comparación con los demás países de la periferia de la eurozona, Grecia ha sido objeto de una austeridad de al menos el doble. Eso es todo.
Después de la reciente victoria del primer ministro, David Cameron en Reino Unido, mi buen amigo, Lord Norman Lamont, ex ministro de Finanzas, comentó que la recuperación económica británica respalda la posición de nuestro gobierno. Recordó que en 2010, Grecia y Reino Unido tenían déficits fiscales más o menos similares (en comparación con el PIB). Grecia volvió a tener superávits primarios (que excluyen los pagos de intereses) en 2014, mientras que el gobierno británico consolidó de forma mucho más gradual y aún no tiene superávit.
Asimismo, Grecia ha enfrentado una contracción monetaria (que recientemente se ha convertido en asfixia monetaria), a diferencia del Reino Unido, donde el Banco de Inglaterra ha respaldado cada acción del proceso. El resultado es un continuo estancamiento de Grecia, mientras que el Reino Unido ha registrado un crecimiento sólido.
Observadores objetivos de las negociaciones entre Grecia y sus acreedores que han durado cuatro meses, no pueden evitar llegar a una simple conclusión: el mayor obstáculo, lo único que impide llegar a un acuerdo, es la insistencia de los acreedores en que se aplique una austeridad incluso mayor, aún a expensas del programa de reforma que nuestro gobierno está dispuesto a aplicar.
Evidentemente, la demanda de nuestros acreedores de una mayor austeridad no tiene que ver con preocupaciones sobre una reforma verdadera o avanzar hacia un camino fiscal sostenible en Grecia. Su única motivación es algo que solo los historiadores futuros – quienes sin duda examinarán gran parte de la cobertura de los medios actuales con algo de escepticismo– podrán averiguar.